Se han cumplido ya seis años desde el estreno de Pequeña Miss Sunshine, aquella pieza independiente que ganó el favor del público y que catapultó a la fama a los noveles Jonathan Dayton y Valerie Faris. Allí se descubrían a sí mismos interesados en la deconstrucción del ideal, empeñados en filmar la cercanía, en la belleza de los defectos y en la ridiculización de los cánones preestablecidos. Puede que haya sido ese planteamiento discursivo el que empujara a la pareja de realizadores a llevar a cabo este segundo proyecto, que retoma aquellas ideas bajo un prisma más sofisticado o, cuando menos, bajo unos dispositivos menos aparatosos y más cercanos a lo convencional como manera de penetrar en la cultura popular.
El guión está firmado por su actriz protagonista, Zoe Kazan, nieta del célebre director y convertida ya en toda un adalid de los cánones y convencionalismos del llamado cine independiente americano. ¿Habría llegado a puerto un guión como este de no estar firmado por la joven Zoe? Se trata del enésimo retorno al relato en el que el protagonista crea a la mujer de sus sueños, esta vez encarnado en la piel de un escritor que encuentra en ella la única inspiración para escribir. ¿Es necesario establecer comparaciones entre una historia tan endeble como esta y el mito de Pigmalión, o esa necesidad nace del deseo de dignificar la tímida sonrisa que la película consigue dibujar en nuestro rostro?
El escritor, encarnado por un Paul Dano que vuelve a colaborar con los directores y que ya no disimula su tendencia a la sobreactuación y a la mueca como única forma comunicante, descubre que todo aquello que escribe se vuelve realidad en la chica que ha creado. El descubrimiento, teñido de magia, es uno de los peores momentos de la cinta, en tanto que todo su planificación en la escritura es torpe y lo supedita todo a la explicación verbal en forma de diálogos entre dos personajes, nunca en un sentido visual, y la dirección no hace más que evidenciar la imposibilidad de ofrecer una narración eficaz en base a un texto que funciona más como recopilación de ideas sugerentes que como necesario mapa narrativo.
A partir de la presentación del drama, la película se precipita hacia un segundo acto pleno de irregularidades, que combate la falta de fuerza de sus pilares argumentales con una visita a los lugares más clásicos del género indie. Un chapuzón improvisado en una piscina, una discusión de pareja con la pretensión de albergar falsas dosis de realismo disfrazadas de falsa madurez, auge y caída del héroe, resurrección, reinvención. Todos los elementos propios de la comedia romántica están allí para, en principio, ser cuestionados y retorcidos en cierta manera para encontrar nuevas soluciones. La película se muestra tan carente de identidad propia que se termina por acomodar en esos tópicos como única manera de continuar navegando.
¿Qué nivel de saturación ha alcanzado la comedia romántica para que el género independiente crea que es necesario plantear siempre la reflexión sobre el sentimiento romántico para alcanzar la excelencia? ¿O es que ya no hay verdaderas historias de amor que contar? Al menos eso sugiere una realización apática, que se limita a ilustrar aquello que está redactado en su argumento. Sólo la fotografía del solvente Matthew Libatique hace olvidar, a través de su fantástica fotografía de interiores, que nos encontramos ante un producto fallido y menor, y ese impecable aspecto visual consigue además que sea muy difícil reconocer la auténtica naturaleza fallida de la historia a la que acompaña. Ruby Sparks ni es Pigmalión, ni siquiera se le acerca. Se acerca más a un compendio de lugares comunes que no saben cuestionarse a sí mismos aunque de eso pretenda ir su trama. Sólo intenta igualarse a las películas recientes del género convertidas en falsos ídolos cinematográficos por aquel público carente de memoria histórica.
La música de Nick Urata supone un soplo de aire fresco para el género en términos compositivos, pero no en la manera de utilizarla como banda sonora. Su reiteración de temas similares colocados a modo de bisagra entre secuencias y las imágenes con las que se obliga a convivir la partitura tienen tan poca relación con las sonoridades propuestas que, en lugar de violentar las convenciones y ofrecer una solución original al trillado mundo de la lamentable música del género, lo que consigue es revelar la impostura de lo filmado.
Si Pequeña Miss Sunshine alcanzó el éxito en su momento fue porque contaba con la valentía de echar por tierra todo aquello que funcionaba en la película y que generaba la condescendencia del público para volver a comenzar la búsqueda de sí misma una y otra vez. Sin embargo, cuando Ruby Sparks encuentra un cómodo lugar entre las convenciones del género se abandona a sí misma para seguir esa estela. Parece conformarse con contentar al público con un metraje pasable. El problema es que no solamente es inofensiva, una cualidad que en ocasiones es de agradecer en según qué proyectos, sino que su torpeza narrativa la conducen a un nivel aún menor que aquellas películas llenas de los clichés que aquí se intentan parodiar. Para burlarse de los tópicos de un género hay que estar muy seguro de lo que se cuenta, de lo que se escribe. La simple voluntad de iniciar un relato que se aleje de lo convencional no convierte al autor en alguien más inteligente que el resto. Cuando el absurdo argumental comienza a reinar en el filme, sus pequeños triunfos comienzan a desmadejarse a toda prisa.
El tercer acto confirma la teoría de encontrarnos frente a una colección de ideas con cierto potencial pero también frente a un guión con muy poca solidez. La resolución de la película hace pensar en que todo sonaba mucho mejor como texto, como escritura, como idea sobre el papel, que en su fallida traslación a la pantalla. En el fondo, Ruby Sparks sólo sale indemne si se piensa en ella como una película menor que utiliza los convencionalismos propios de la serie de televisión contemporánea para, a través del prisma del cine, alcanzar unas cotas de dignidad superiores a tan indefenso referente. El problema del filme es que termina encarnando, sin poder evitarlo, todos aquellos tópicos de los que pretendía burlarse.