Algo llama poderosamente la atención cuando uno se enfrenta, indefenso, a una película de Gaspar Noé. Indefenso, porque aquellas tienen la capacidad de hacernos sentir como propia una historia ajena, como si esas imágenes nos estuvieran sucediendo realmente a nosotros. En su trabajo personal con la cámara, cada director ha dedicado su filmografía, sin saberlo, a la búsqueda de los significados del cine. Para qué sirve, qué utilidad tiene. Y cada respuesta enriquece el alcance de un arte que ha tenido que buscar y redefinir su significado conforme ha pasado el tiempo.
En Irreversible (2002), Gaspar Noé entrega una imagen reveladora casi al final de su película. Su protagonista besa a Mónica Bellucci, un personaje del que ya conocemos su muerte, pues la película transcurre en sentido inverso y comienza con su fatídico destino final. El protagonista besa, pues, un recuerdo en tanto que ya resulta imposible recuperar al ser amado, inalcanzable al otro lado de la cortina. El cine se convierte en un juego de espejos y veladuras, en un simple registro de algo que ya ha acontecido.
Ese cine es un mero artefacto, de sublime y aterradora belleza, con el poder suficiente como para mostrar lo irremisible del destino, aquello que escapa a la conciencia humana y que aquí parece casi tangible. La frustración que genera Irreversible viene tanto por la situación que viven sus personajes como por sensación continua de no poder evitar todo aquello que ya conocemos. Y en ese sentido, la mirada de Gaspar Noé sobre el cine se vuelve fulgurante: el arte cinematográfico es un mágico instrumento con el que volver la vista hacia el pasado y recordar, rememorar hasta los más mínimos detalles, pero cambiarlos resulta imposible.
Incluso cuando el alma se separe del cuerpo, como ocurre en la mucho más ambiciosa Enter the Void (2009), sólo es posible asistir a los acontecimientos que tienen lugar más allá de los muros del interior del ser humano como espectador. Queda fuera de nuestro alcance modificarlos de ninguna manera. Ante las limitaciones que propone un cine que resulta tan concreto, tan violento y desgarrado, tan físico, Noé se aferra a una solución absolutamente espiritual, que no es otra que el nuevo comienzo, la renovación y la eterna esperanza que resiste aún en un mundo devastado. En ese sentido, el autor siempre recurre a la escena final de la que quizás sea su película favorita o, al menos, la más convocada por sus imágenes como cineasta. 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968). Todas sus películas terminan con un nacimiento, con el anuncio de la maternidad, con la aparición de un recién nacido, con un nuevo comienzo.
Incluso Irreversible muestra explícitamente el póster de aquella irrepetible película en una de sus escenas. Y no precisamente el póster original de la época de su estreno, sino un póster en el que aparece concretamente el feto de la escena final a la que Noé hace continua referencia a través de su propia obra. Es por estas pequeñas pistas por las que pensar en el reiterado uso del plano en escorzo cobra una nueva dimensión nada banal en su manera de rodar. El escorzo nos hace partícipes, nos convierte en testigos, vemos exactamente lo mismo que ve y siente (que vio y sintió, pues todo aquí se escribe en pasado) el protagonista pero, al mismo tiempo, la posibilidad de modificar aquellos acontecimientos nos da siempre la espalda.
Y por este uso de la narración el cine de Gaspar Noé se aleja de los límites de la conciencia para tratar de ir, a partir del choque titánico entre lo físico y lo espiritual, hacia una comprensión de la condición humana mediante esa toma de perspectiva y ese juego de lo onírico y el universo de lo inconsciente como elementos protagonistas. Puede que, a partir de esa lectura, la obra del director ya no represente un discurso colmado de pesimismo, sino que simplemente sobredimensione todo cuanto se narra para alcanzar una verdad que se le escapa a las palabras y a las explicaciones convencionales. Como en 2001, Gaspar Noé cree más en el poder sugestivo de la imagen como narrador que en cualquier vulgar explicación.
Pero no suena Así habló Zaratustra como sí lo hacía en la película de Kubrick. En su lugar suena Beethoven en la escena final de Irreversible, como representación del destino, y puede escucharse a Bach durante el desarrollo de Enter the Void, como representación del alma humana. Herramientas musicales poco sofisticadas, y gracias a eso evidencian lo que sus imágenes parecen querer evitar: todo atisbo de discurso explícito, aquella aversión por ofrecer un relato masticado al espectador que también compartía el realizador de La naranja mecánica y que aquí encuentra a uno de sus mejores y más ingobernables discípulos.