No son las dos últimas décadas las primeras en presenciar los primeros proyectos conformados por el cortometraje de diferentes autores en torno a un tema central, pero es notable la proliferación en estos últimos tiempos tan proclives a la fragmentación y a lo disperso. El impacto comercial de Paris Je T’aime (2006) consolidó el lugar turístico como el tema central sobre el que edificar un conjunto de relatos con una permisividad hacia lo superficial que ahogaba buena parte del potencial de sus historias. El lugar como excusa y también como reclamo.
Siete directores se lanzan a rodar historias con La Habana como escenario, débilmente engarzadas por los días de la semana, tratando de recoger su espíritu, su apasionada mezcla de colores y música, las alegrías y sufrimientos de historias anónimas obligadas a convertirse en cercanas en un breve espacio de tiempo. Curiosamente, es en esa búsqueda de paisajes, de retratos de callejuelas, de interiores llamativos y azoteas con vistas al océano donde la película encuentra sus mejores momentos, pues ahí es donde logra apartarse de la limitada trascendencia de sus historias concretas, aunque sea a través de su imaginario turístico.
7 días en La Habana cae en los mismos tópicos que sus compañeras de género, y tiene a su vez tanto las mismas virtudes como los mismos defectos. La principal tara a la que se enfrenta la película es a la desigualdad en la calidad de sus historias, tan supeditadas siempre al momento de inspiración de cada firmante y que entrega, en ocasiones, obras presas de la desidia y el conformismo. Al fin y al cabo, algunos entienden su participación como una simple suma al conjunto, una visión diferente, y no como una obra con un potencial representativo de quien ha filmado, lo que vacía de significado al propio proyecto.
En lo que parece que ha cautivado a todos los autores por igual es en ciertos aspectos de la vida del cubano que quedan aquí retratados como una constante. Su capacidad de sacrificio, su sentido de la comunidad y ayuda incondicional se dan cita en todos los relatos de la cinta, al igual que esa asombrosa jornada en la que después de ejercer más de un trabajo aún queda tiempo para la pasión por la música. Son constantes que trascienden las historias en las que aparecen, como también lo es la presencia del mar como protagonista. El mar que actúa en ocasiones como evocador acompañante, como amigo con el que convivir, pero también como símbolo de todos los sueños que se pierden y se alejan de sus costas.
Intentar señalar qué cortometrajes sobresalen del resto es un mero ejercicio de opinión personal sin más interés que el que conlleva la propia subjetividad de lo experimentado frente a la pantalla. El interés de las historias es el mismo que le suscita a cada espectador el director de turno. Sí que pueden determinarse algunas líneas de pensamiento, quizás demasiado a la ligera, atrevidas por la brevedad de los relatos, en torno al trabajo de cada autor por separado.
La cualidad hipnótica del cine de Gaspar Noé se encuentra también aquí en un desconcertante cortometraje que se limita a filmar un ritual afrocubano. Julio Medem evidencia, una vez más, su manierismo y el agotamiento de sus constantes narrativas, en otro tiempo sugerentes. El proyecto permite la participación de Benicio del Toro como director, en el que quizás sea de todos el relato más inofensivo. Bajo cierta perspectiva, es la obra de Pablo Trapero la que pueda resultar la más completa y apasionada de todas las que se ofrecen aquí. La concreción de unas ideas que en otros cortos se apuntan tímidamente aquí se muestran con firmeza. En ese Emir Kusturica haciendo de sí mismo puede definirse el espíritu del filme. Protagonistas que viajan a la isla presas de su ego y que terminan abrazándose, desesperadamente, a la calidez y cercanía de un pueblo que no ha dejado nunca de soñar. A pesar de todo.