Qué mueve a una película como ‘Slumdog Millonaire’? No la mueve la simplicidad de las formas, y desde luego no la mueve la sencillez. Si de algo puede jactarse la película, es de pretender abarcar el mundo con una sola mirada, de contar la historia de una vida partiendo de una sola escena, un solo lugar.
El vilipendiado concurso “Quién quiere ser millonario?” sirve como (ridículo) impulsor de una historia de carrera de pobre a rico, contada con una ingenuidad y unas pretensiones más que asombrosas. Simon Beaufoy, en una adaptación de un material literario que ya era bastante ingenuo de por sí, basado en la engañosa base de que las preguntas del concurso van ilustrando la propia vida del concursante (preguntas que están sospechosamente en el mismo orden en que se sucede la vida del protagonista), potencia esa trama de lo absurdo y le añade el dinamismo que requiere una conversión cinematográfica, imprimiéndole un ritmo encomiable tanto a la historia como a la propia cinta.
Para Danny Boyle, este material es un jugoso manjar que llevarse a la boca para narrar sus acostumbradas historias heroicas carentes de moraleja y cuyo mayor objetivo si cabe es la distracción absoluta de sus espectadores acerca de sus vidas, un logro más que discutible tomando en cuenta las artimañas que el director utiliza para manipular emocionalmente, para narrar con irregularidad según piense que sus ideas son más o menos acertadas, y trasladando una visión de puro videoclip a una puesta en escena inexistente que no trata de ofrecer nunca una visión coherente de lo que cuenta, sino la búsqueda de la inspiración en la planificación y el montaje a partir de unos planos que sean lo más estéticamente llamativos posibles.
Slumdog no sólo está contada bajo esa impostura narrativa, sino además cuenta con esa visión adolescente de su director, donde el héroe es un joven ingenuo que cree que va a comerse el mundo.
El mensaje de Boyle no trata nunca de alentar a las juventudes a creer en sus posibilidades y realizar sus sueños, sino más bien a una relativización del “todo es posible”, del “nadie es más fuerte que tú”, del “no hay ninguna autoridad que pueda manejarte”, del “yo soy el mejor y el más listo”, de” la supervivencia implica que el ser maquiavélico esté justificado”, del “toma lo que es tuyo ahora o te será arrebatado”, del “tengo que ser arrogante y superior ante los demás porque es la única forma de imponer mi ley”, y sobre todo el feliz mensaje del “puedes ser quien quieras ser” (sí, desde luego si eres un joven de veinte años con quince millones de rupias recién ganadas, puedes ser quien quieras ser).
Esos son los valores de Boyle, ese es su mensaje, lo que le interesa contar: una venganza al mundo a través del escape, de la vía del sufrimiento por la supervivencia, en un mundo hostil que le da la espalda y al que se enfrenta contra ese destino marginal a través de películas fantasiosas en las que los desheredados consiguen todo lo que se proponen e incluso el éxito social.
Ese mismo éxito social que proclaman los anuncios televisivos: la riqueza económica y la mujer más hermosa posible (al menos por fuera) al lado durante toda una vida. Ver una película suya es aprender a apreciar y valorar ese mundo picaresco y travieso en películas que visten historias profundas y sentimentales pero que no van más allá de lo que pueda contar un filme de acción.
No merece aquí hablar de la insípida pareja protagonista, no ya por su falta de química común sino de sus lamentables actuaciones por separado. La historia de amor que plantea la película deviene inverosímil no solamente por la falta de coherencia interna del propio filme, que desgasta todos los tópicos posibles, sino por la falta de creencia de los protagonistas ante unas actuaciones tan planas como superficiales.
Y de tópicos puede hablarse también a nivel general, en otras capas de la narración. El contexto cultural de
Un filme que no quiere ser jamás una película de amor (a pesar de que sea su trasfondo y su motor principal), que huye de ser una película de acción (a pesar de que dos tercios de la misma se base en persecuciones), huye de anclarse en el estilo Bollywood pues bajo su superficie detesta el género y lo mira con cinismo (salvo la irremediable banda sonora, otro pegote), ofreciendo en su lugar una concepción pop y que apuesta en definitiva por un show circense constante lleno de colorido y nunca con personalidad propia.
No sólo por esa indefinición estilística puede hablarse de la caída en los tópicos más vulgares, pues también la planicie de los personajes y su completa manipulación, tanto a nivel emocional como en su evolución, obedecen a los términos más convencionales de un filme comercial: la nobleza de los personajes protagonistas no tiene fin, la maldad de los villanos del cuento tampoco la tienen. La estupidez de los turistas que visitan la capital, desde luego tampoco tiene fin, y Boyle no cae nunca en la cuenta de verse reflejado y cuestionado también como turista en ese contexto geográfico y cultural. En su manera de realizar y en su lectura de la historia se muestra inconscientemente como uno más de los turistas a los que retrata.
El pretendido clímax final, donde los buenos se comen el mundo, humillan al resto y toman lo que es suyo, mientras los que han pecado reciben su merecido, importa bien poco si carece de interés o si es tan artificial que por pretencioso resulta risible, pues casi media hora atrás la cinta ha terminado de perder los resquicios de credibilidad que le quedaban para terminar reconociendo su monumental impostura, su inevitable éxito arrollador, su capacidad de atrapar a todos los públicos, el poder sutil de su atronador engaño, el éxito final y engañoso de una pantomima por la que resulta difícil no dejarse convencer. Sus hermosos colores, sus desbordantes medios técnicos, su capacidad de distracción, su humor fácil, su cuento universal, terminan atrapando como una tela de araña.