Enésima película dedicada a la mafia en esta prolífica época de películas sobre infiltrados y el seguimiento de la estela de las grandes películas del género, esta vez es Ridley Scott el encargado de llevar a la pantalla una ambiciosa historia sobre el auge y caída del imperio cosechado por un traficante de droga durante los años 70, por supuesto, con el supuesto aliciente que tiene para el director el basar su material en hechos reales.
La película huele a encargo, a realización rutinaria por parte de su autor, o cuando menos, a una falta total de inspiración tras la cámara.
La recreación de las ciudades de los años 70 y toda la cultura musical, estética y política está reflejada a la perfección, poniendo en evidencia un suntuoso y espectacular diseño de producción. La cámara al hombro ayuda a impregnar en la imagen la sensación de una recreación total, hiperrealista de su época y la representación deja de serlo para convertirse en una realidad gracias a la magia del celuloide.
Scott no juega con ese hecho, sino que lo alimenta centrándose en sus dos personajes principales, encarnados por dos enormes animales de peso: Denzel Washington, que hace lo que mejor sabe y como mejor sabe hacerlo, mostrarse comedido y contenido en la mayor parte del papel y explotar en contadas y milimetradas ocasiones, ofreciendo una caracterización asombrosa de un personaje con pocos matices sobre el papel pero interpretado con maestría por el actor, y Russel Crowe, más centrado en el aspecto y las reacciones estéticas del personaje que en la caracterización personal de su rol, que debe lidiar con un personaje de grandes convicciones y valores morales pero que está duramente castigado por un referente histórico (devuelve una gran suma de dinero a la policía en una de las primeras escenas y ese hecho le convierte en ‘leyenda’) que jamás funciona y que por culpa de las continuas referencias a lo largo del filme termina acusando la falta de eficacia de ese elemento.
El montaje falla en sus dos vertientes fundamentales: las escenas están editadas con un sentido mediocre a la hora de seleccionar cortes y ubicar los planos, como si éstos fueran aleatorios, pareciendo más una obra de ingeniería que una edición obediente a algún tipo de criterio cinematográfico. Además su duración es totalmente desmedida: la inclusión de un millar de escenas inútiles y sutilezas innecesarias convierten la duración en una brutalidad y por tanto a la película la dota de una pretensión desmedida, como si quisiera encararse a las obras maestras que pueblan el género del cine de gángsters. Por supuesto esta ‘American Gangster’ no es ni de lejos comparable a los filmes que todo amante del cine tiene en mente, y la sola idea de quererse igualar a ellas resulta irrisoria y pretenciosa.
Fotogafía impecable, imagen pulida de colores saturados, muy bien escogida, con un Ridley que sacrifica su imaginería visual a favor de la narración humana y cercana a sus personajes (sacrificio que termina siendo muy desafortunado), música original y de archivo muy bien escogida que ayuda a recrear la atmósfera de la época y un plantel de actores secundarios eficaces en una descomunal y sobresaliente labor de casting.
Lo que falla en American Gangster no es el ritmo, que es maravilloso para una cinta de la duración de ésta, ni ningún elemento que salte a la vista tan brillantemente como sus dos actores principales (que a pesar de haber rodado dos películas juntos, vuelven a coincidir en apenas dos escenas que no hacen justicia a un esperado duelo interpretativo que nunca llega). Lo que falla en el filme de Scott es la enorme disonancia que existe. Disonancia entre las pretensiones épicas, mastodónticas, académicas del filme, y la falta de interés de su autor en entregarse a la narración y llevarla más allá del mero pastiche televisivo, que es en lo que se acaba convirtiendo.
El epílogo, insulso y sobrecargante de información innecesaria, que parece querer conceder segundas oportunidades a todo el mundo, tal como el buenazo del policía, ayuda a confirmar el hecho de que la película se ha ido completamente de las manos de cualquier indicio de una visión creativa y original, y es tan irrelevante como la película en su totalidad, llena de una apatía narrativa tal como la pedantería de su director en los últimos años.