Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008)

 VickyCristina

En los últimos años, Woody Allen ha tratado de reinventarse a sí mismo y su propuesta cinematográfica para transformar su manera de contar historias y la forma en la que las presenta al público. En medio de esa búsqueda, el fatigoso ritmo de una película por año, ritmo al que pocos directores pueden acceder (y algunos menos aguantar), obliga al director a escribir un guión y dirigir una historia mientras se convulsiona interiormente su propio proceso creativo.

 

Es entonces cuando la búsqueda de obras de mayor madurez se entrecruzan con los experimentos narrativos, las arritmias, el desenfoque, la pérdida de sentido, los aciertos dispersos y poco pulidos, y un sinfín más de pequeños planetas que pueblan esa galaxia que está aconteciendo en las últimas obras del autor y que a veces nos castiga.

 

Su última película es buen ejemplo de ello, pues incluso la geografía, el espacio, ha cambiado. Ya lo aventuraba en su ‘Un final made in Hollywood’ en 2002, cuando arremetía contra el sistema de producción de su país y la vorágine que había convertido su obra en algo sólo apreciado por los paladares europeos. Desde entonces hasta ahora rueda tres de sus filmes en Londres y éste, en Barcelona.

 

Pero si en el caso de Londres la ciudad añadía simplemente pinceladas anecdóticas que configuraban el entorno no de manera activa sino en su dimensión necesaria, la ciudad de Barcelona se muestra como un reclamo publicitario que fagocita el argumento y que configura las acciones de los personajes en un repaso turístico de ridícula factura. Las secuencias y por ende los lugares se suceden uno tras otro sin la sensación de una coherencia formal más que la excusa endeble de una evidente publicidad del lugar.

 

 Woody Allen otorga a Barcelona una sensación de irrealidad en la que sus dos personajes femeninos se desdibujan a sí mismas a través de sus experiencias personales. Allen cree estar retratando el complejo mundo afectivo femenino, pero pasa de una situación a otra sin solución de continuidad y sin analizar o aprovechar ninguna de esas historias. En esa irrealidad no hay moraleja, sino un compendio de eventos amorosos a cual más escatológico y delirante en el que no hay lugar para la fábula más que en la ridícula voz en off que explicita lo que ya somos capaces de ver desarrollar en pantalla.

 

Todo funciona a la perfección en los tonos de una simple comedia romántica sin mayor importancia. Se trata, como dice uno de los personajes acerca de su relación amorosa, de la falta de un ingrediente concreto que nunca llega y que es imposible distinguir de cuál se trata.

 

La actuación es otro cantar, cada uno de los principales ajusta su papel a un contenido absolutamente creíble. Allen acierta y se eleva en el resto de su creación al imaginar a esa pareja atormentada, esos excelentes Bardem y Cruz, que juntos realizan una soberbia interpretación de una familia desquiciada e incapaz de resolver su conflicto emocional de otra forma que no sea tomando la mano del surrealismo más absurdo. He ahí el mayor éxito de la película, dos personajes que apenas ocupan un tercio de la historia y que, a través de su dibujo cómico e histriónico, saca partido de una nadería amorosa que discurre demasiado convencionalmente.

 

El principal handicap de esta visita española es que el director, presa de su ignorancia y quizás de una mala gestión asesora, termina cayendo en todos los tópicos españoles que caracterizan el catálogo hollywoodiense de prejuicios con respecto a nuestro país. La guitarra flamenca, los nombres rimbombantes salidos de una telenovela y los lugares exóticos campan a sus anchas hasta anular la identidad de la ciudad que intenta retratar y condicionarla a un imaginario que el americano atesora en su subconsciente. Apenas falta una secuencia donde aparezca una feria taurina para tener el lote completo.

 

Aguirresarobe, el genial colaborador habitual de Amenábar en la fotografía, desborda su talento en cada uno de los fotogramas de una película complicada de iluminar que se salda con una factura impecable y enormemente bella. Horrorosa banda sonora que atesora también todos los tópicos (en este caso, rumberos) que azotan nuestro folklore de cara al exterior.

 

El principal problema de esta obra, y de las últimas de su director, es que a fin de cuentas terminamos por compararla irremediablemente con sus mejores filmes del pasado, negándole la oportunidad de explorar nuevos caminos y tratar de encontrar nuevas vías de expresión. En esa búsqueda de expresión, tal como el pintor encarnado por Javier Bardem, hay demasiados colores, demasiadas piruetas brillantes, pero nunca un equilibrio.