Rio (Carlos Saldanha, 2011)

Antes de hincar las fauces críticas sobre un título como éste, resulta imprescindible conocer la vocación infantil de un producto que parece olvidar conscientemente a su público adulto. Una trama simple y en línea recta, con abundantes momentos de esparcimiento, para que el niño no sólo pueda estar entretenido, sino que además entienda lo que está pasando.

Y no hablamos de tomar al niño como tonto, sino de acercarnos al nivel de comprensión narrativa de un lenguaje que aún no domina. De modo que la función es para ellos, y no para nosotros, tras esa decisión de dejar fuera del relato al adulto que limita a la película y que es, a la vez, lo que le da toda su libertad.

Rio se ha convertido en un milagro por partida doble para Carlos Saldanha. En primer lugar, porque aleja al estudio por fin de los refritos de Ice Age, cuya gracia se perdía ya con la primera entrega y su estructura de gags independientes. Y en segundo, porque permite al director mostrar en el cine su Brasil natal al resto del mundo. No es su intención reflejar el verdadero Río de Janeiro, sino de la manera idílica que él lo ve.

La película se convierte, por tanto, en un auténtico festín de lo visual. El delicado equilibrio de su exuberante explosión de colores, el vertiginoso virtuosismo con que se mueve ese hermoso universo estético… Todo gira en torno a la imagen, en un filme que sabe que debe agarrarse inevitablemente a todos los tópicos posibles y a la estructura argumental basada en fórmulas fáciles para que su libertad expresiva no transforme los fuegos artificiales en un caos narrativo.

Sus personajes están diseñados con delicadeza y con exagerado detalle. Cada movimiento de su protagonista se convierte en un perfecto estudio del movimiento de las aves al mismo tiempo que se preocupa en añadirle la riqueza de la expresión humana. Asistir a este festival de lo visual es también contemplar cómo la riqueza del lenguaje expresivo se hace en esas criaturas imaginarias algo casi tangible.

De repente, ya no importa su desarrollo, previsible y totalmente convencional, sino admirar la perfección estética de unas imágenes que celebran los colores del mundo y cantan a su belleza con pasión y con una despreocupación envidiable. La sensación de que algo grande va a ocurrir durante todo el metraje con el carnaval de Brasil no tiene lugar en la fiesta, sino con el misterio de la celebración de la vida que tiene lugar en todo momento a través de las pequeñas cosas.

Pero, como en la gran mayoría de los filmes de animación, la llegada del ser humano destruye toda esa armonía. Los personajes humanos están dibujados con desidia, resultan mediocres frente a sus compañeros animales. Y de repente, la ficción deja de estar tan alejada de la realidad. Niños que roban, hombres que trafican, corazones y rostros egoístas que se desmigajan ante la belleza implacable del mundo animal.

Y entonces la representación de Saldanha de su Brasil idílico cobra sentido. El Rio de Janeiro virtual es extremadamente hermoso porque el ser humano ha sido desterrado de él. La odisea de representar la belleza de un lugar a través de su recreación virtual, por ser el hombre incapaz de valorarlo a través de la realidad. Representarlo como nos gustaría que fuera, y no como es.

La irrupción del ser humano en la historia y en la película, tal como aventura ese prólogo en que la vida en el Amazonas es muy feliz hasta que aparecen las jaulas construidas por el hombre, termina por arruinar un filme de altos vuelos que había encontrado, en su felicidad ensimismada y en su personaje tímido y cobarde, los entrañables elementos para desarmar toda opinión crítica.

Al comienzo de su historia, la urgencia en reproducir su especie saca de su burbuja a esa extraña ave, sobreprotegida e ingenua, para aprender por fin a volar. Quizás cuando el ser humano vuelva a sentirse una especie en peligro de extinción sea capaz de mirar el mundo con otros ojos.