Noah Baumbach es un autor atípico y necesario. Lo ha demostrado firmando conjuntamente los guiones de las películas de Wes Anderson junto con su propio autor, y lo demuestra también firmando su cine, un cine que se aleja con descaro del modelo autoral hollywoodiense y toma claras referencias del cine europeo.
La hermana de Margot, en una opción deliberada, se llama Pauline. Toda una declaración de intenciones que une la película a la tradición narrativa, al estilo visual y sobre todo a las temáticas firmadas por Eric Rohmer en sus cuentos estacionales y otros.
Por supuesto, el prisma con que Baumbach entiende la tradición narrativa de la escuela francesa es distorsionado, grandilocuente, desbordante y desbordado, sencillo en su construcción y esqueleto pero complejo en su desarrollo y en sus intenciones. Ese nimio fin de semana conjunto entre varias personas en una casa veraniega pretende sobrepasar los límites de la cotidianidad y mostrar el origen de las relaciones padre-hijo, las causas que provocan el deseo en el ser humano, el porqué de la necesidad de afecto y otras cuestiones cósmicas que quieren ser planteadas con una sola pincelada.
El universo que propone su autor es un mundo tan hostil como falto de moral. La inmoralidad, y no una inmoralidad que venga derivada de unos malos tiempos sino una inmoralidad desquiciada, producida por el consentimiento y la mala educación de unos personajes que nunca han carecido de nada en sus vidas, está tan presente que la historia en sí misma es un cúmulo de idiosincrasias insultantes.
La película misma respira hostilidad. Los personajes son tan maleducados como caprichosos, y casi no parece existir diferencia de comportamiento entre padres e hijos, queriendo apelar así a su condición de iguales. Lo que consigue sin embargo es un caos narrativo que por momentos deviene en una absoluta nadería argumental.
La construcción de los personajes es arquetípica, cercana a la manera teatral, pues se trata en el fondo de una representación (caricaturesca, eso sí) del día a día en la vida de unas personas que deben convivir bajo el mismo techo en un fin de semana, y ese leve desarrollo que sucede casi imperceptiblemente está lleno de inteligencia, a pesar del caos que la envuelve. Y esa desbordante inteligencia de su autor es la mayor baza de la película, que nos reconoce frente a una obra de difícil acceso, de identificación imposible, a la que cuesta aferrarse tanto como al personaje principal, pero que siempre muestra pinceladas de una brillantez que se vuelca al servicio de una narración atípica y sutil, de decisiones opacas y apagadas, comedidas, escondidas tras las caprichosas decisiones de esa suerte de parejas fragmentadas y adolescentes perdidos en el mundo de los adultos.
La propuesta de Baumbach sin embargo sigue siendo ambiciosa incluso cuando sabe que el espectador será incapaz de identificarse con una protagonista tan insoportable como
En ella se ocultan muchos de nuestros miedos, de nuestras ambiciones, de nuestras maneras de actuar. Pero sólo podemos verlos como conejillos de indias que chocan entre ellos en una caja: el desdén que crea cada uno de los personajes hacia sí mismo es abrumador hasta el punto de ser imposible identificarse con ninguno. Lo único que consiguen generar algunos de ellos, con suerte, es lástima.
Y en ese universo hostil y caótico, sin moral y tan desquiciante como los personajes que la pueblan, donde no hay momento para la ternura o el afecto, es donde discurre esta perversa versión de ‘Pauline en la playa’, tejida alrededor de un doble encuentro: el del hijo que busca a la madre, y el de la madre que busca al hijo y que en esa búsqueda, llena de torpezas y caprichosos descubrimientos, acaba encontrándose a sí misma.