Han tenido que pasar veintiocho años para que Disney recurra al Tron original para fabricar una secuela, lo que podría hablar en detrimento de los tiempos que corren, en donde la originalidad brilla por su ausencia.
El coste total de la cinta (casi 200 millones de dólares) parece indicar, sin embargo, otro estado de las cosas. Tal vez pueda hablarse, al igual que con el Avatar de James Cameron, de una tecnología que ha alcanzado por fin el mismo nivel de lo humanamente imaginable, capaz de poner en imágenes los universos más imposibles que pueda concebir un guionista.
Pues de eso trata precisamente la secuela de Tron, de una historia que bien podría haber sido escrita en los años ochenta, llena de la misma ingenuidad y ganas de sorprender (sobre todo visualmente) a su público a través de trucos pirotécnicos muy sencillos. Un guión que rescata el espíritu de la cinta original y que bien podría haber dormido en un cajón todos estos años hasta encontrar el momento en que el mundo imaginario de este Tron: Legacy pudiera concebirse.
Ha pasado tanto tiempo que C.L.U., uno de los personajes más importantes de la película que debería encarnar un joven Jeff Bridges, ha tenido que realizarse enteramente a través de procesos digitales para poder recrear al actor veinte años más joven. El resultado no es del todo realista, pero desde luego es inquietante, y dota a la película de ese villano de altura que nunca tuvo la primera parte.
No nos engañemos. Tron: Legacy consigue únicamente lo que consiguió su antecesora en aquel momento, regalar nuestros ojos con mil y un efectos digitales en un constante más difícil todavía que no finaliza hasta encontrarse con los títulos de crédito.
Aquella ingenuidad, aquella inocencia, aquellas buenas intenciones simplistas y sencillas con las que se construyó la original son también la base del éxito de ésta, apoyada en el puro entretenimiento y en la falta de pretensiones como mayores armas.
Si hay algo que engrandezca la película hasta encontrarse en un nivel muy superior al que le correspondería por sus valores puramente cinematográficos, es la épica y sorprendente partitura de Daft Punk, que entregan un score poderoso y original, a medio camino entre la electrónica y la orquesta clásica, que por desgracia se aleja del estilo bizarro y encantador de la banda sonora original de Wendy Carlos, pero que sirve como sobresaliente testimonio de lo que podría haber ocurrido con Hans Zimmer si éste hubiese conseguido evolucionar su manera de hacer música.
Desde luego no es ninguna pieza maestra, como tampoco lo era la obra de culto de Steven Lisberger. Sin embargo en su espíritu de ser fiel al original, en su capacidad de entretener y sorprender visualmente de manera constante, en su espíritu infantil, desenfadado, generoso y transparente, Tron: Legacy siempre surcará triunfante el cielo de una cierta ciencia-ficción, esa que cree a ciegas en su su ficción y la antepone a todo lo que tenga que ver con la ciencia.