Durante los últimos años, el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, que llegó felizmente a su 11ª edición, ha batallado duramente por encontrar su propia identidad, como todos los festivales pequeños que navegan a la deriva al nacer con más vocación turística que artística.
Con el tiempo, el encuentro de esa ansiada identidad se ha traducido en un compromiso rotundo con el cine de vanguardia, con las nuevas formas y con lo más vivo de un cine que escapa siempre a los circuitos comerciales y al que, de otro modo, sería imposible acceder.
He ahí las acertadas, magníficas retrospectivas dedicadas a Atom Egoyan, Jan Svankmajer, Mark Rappaport o un Philippe Grandrieux que ya llamó la atención el año pasado en el festival con Un Lac, el último de sus tres largometrajes.
La Sección Oficial ha sido un verdadero calidoscopio de las formas contemporáneas de hacer cine tanto como un mosaico de nacionalidades. La pluralidad del conjunto de miradas de los cineastas resulta la experiencia más enriquecedora posible del certamen, contempladas en su conjunto.
La crisis económica no se dejó ver tanto en la organización del festival como en las temáticas de las películas seleccionadas a concurso: la pobreza y las injusticias sociales recorren el corazón del certamen en la mayoría de aquellas que concursaron por la Lady Harimaguada de Oro.
Crisis política en My Tehran For Sale, de Granaz Moussavi, cine de reivindicación política y social en una forzada historia de mujeres en Irán. Pero también crisis personales, momentos de cambio, en Villa Amalia de Benoît Jacquot, de narración comedida y pausada a pesar de la radicalidad de los planteamientos de su personaje principal.
Paju, de Park Chan-Ok, que se llevó el premio al mejor actor en un festival plagado de universos femeninos, y At the End of Daybreak, de Ho Yuhang, conformaron la representación asiática, de estilos y temas muy reconocibles, en dramas familiares intensos construidos con acierto.
La, también asiática, White Nights, de Masahiro Kobayashi, y Saturn Returns, de Lior Shamriz, fueron filmes que plantearon el inconformismo de las formas y los procedimientos narrativos. La primera a través del juego con el drama romántico y la segunda, un divertimento marciano que ponía en duda todas las formas posibles de la puesta en escena y el montaje cinematográficos.
También lo hizo, a su manera, Todos mienten, el segundo largometraje de otro ya clásico del festival, el argentino Matías Piñeiro, película deudora tanto de la Nouvelle Vague como del universo literario de Julio Cortázar, aunque con resultados irregulares, si bien la película que desató la polémica fue Ne Change Rien, del portugués Pedro Costa, una suerte de reconstrucción de la vida diaria de una cantante a través únicamente de sus ensayos y su trabajo personal, rodada en un hermoso blanco y negro.
También “marcianas”, pero desde una óptica mucho más cercana al humor y con muchas menos pretensiones, participaron Contact High, de Michael Glawogger, hilarante comedia de gángsters de tres al cuarto de intermitente brillantez humorística, y Paper Heart, de Nicholas Jasenovec, documental de ficción que reflexionaba sobre el amor y que supuso, con diferencia, la propuesta más ligera del certamen.
También hubo lugar para el cine más convencional. La demasiado correcta La Donation, de Bernard Émond, se llevó el premio especial del jurado y también el del público, mientras que Irène, un emotivo ensayo cámara en mano de Alain Cavalier sobre su difunta esposa, obtuvo la Lady Harimaguada de Plata.
La Lady Harimaguada de Oro, el premio a las actrices y a la mejor fotografía fueron a parar al film de Brillante Mendoza, Lola, dura y realista película filipina que retrataba a dos abuelas confrontadas por salvar a sus nietos de situaciones extremas en un país donde la crisis pervive como un fenómeno permanente.
Mención especial merece la rumana First of All, Felicia, de la pareja de realizadores Radulescu & De Raaf, a la manera del matrimonio Straub-Huillet, autores de un cine costumbrista quizás más cercano al espíritu del maestro Yazujiro Ozu, sencillo, intenso y de exquisita factura técnica.
Se trata de la enésima constatación de dos señales muy llamativas: la de un festival que sigue sabiendo ofrecer una variedad fílmica rica y estimulante, confrontada a la realidad de un público que, aún hoy, no sabe asumir los cambios en las derivas del cine contemporáneo. Un público que sigue mirando hacia el lenguaje más convencional frente a un lenguaje artístico que jamás se detiene en su constante y apasionante evolución.