Furia de Titanes (Louis Leterrier, 2010)


La revolución digital ha permitido la concreción de historias fantásticas en imágenes a la altura de cualquier visión que pueda concebir la imaginación del autor. Esa perfección de la representación en pantalla ha llevado a los grandes estudios a plantearse la recreación de películas de otro tiempo, basadas en efectos especiales, que encontraron en la imposibilidad de la recreación perfecta el último límite para sus relatos de fantasía.

Furia de Titanes, de Desmond Davis, vista a través de una distancia de casi treinta años y plagada de efectos visuales en una historia de corte mitológico, resulta el objetivo perfecto para esta política de actualización de lo estético.

La puesta al día en cuanto al impacto visual del sinfín de criaturas que pueblan el relato original resulta devastadora. Los mejores efectos digitales al servicio de una historia que encuentra en la materialización de sus personajes ficticios su mayor aliciente.

Pero tras la fascinación de la puesta en escena de elementos y personajes que resultan tanto o más vivos que las pobres interpretaciones de los actores reales, rodeados por criaturas fantásticas y un entorno también imaginario, cabe preguntarse si la posibilidad de la perfección visual no ha matado del todo el potencial artístico del creador.

En el original de Desmond Davis la ilusión de lo representado adquiría el aspecto de una evidente pantomima, a través de las criaturas troqueladas animadas por un stop-motion tan primario como entrañable. La evidencia del efecto especial tratado como loable pero insuficiente esfuerzo de representación exigía en el espectador una ingenuidad y un poder de autosugestión que el espectador actual ha perdido.

La Furia de Titanes actual ha perdido todo su poder dramático, toda su evocación legendaria, toda su fuerza mitológica, todo su trasfondo romántico. Se ha visto reducida a la historia primaria que mejor maneja el espectador de hoy: un relato infantil sobre un poderoso guerrero, construido en base a diálogos vergonzosos y un desarrollo ridículo.

De repente la puesta en escena ya no importa. No importan los diálogos ni el guión, ni la banalidad del olimpo, presentado con mayor ridiculez que hace treinta años. Tampoco interesa la música de Craig Amstrong, un trabajo basado en el peor y sobrevalorado estilo de Hans Zimmer, ni la labor de iluminación o el montaje. Sólo importa el impacto visual de sus monstruos perfectos.

La película pierde entonces toda su dimensión, y se convierte en una cinta más de la nueva era: la de una obra plana con una sola cara, una sola lectura, perfectamente masticada y diseñada para espectadores con un pensamiento también de una sola dimensión.

Al alcanzar su mayor deseo, su fin último, el de la representación perfecta, la historia ha perdido toda su vigencia.