En su tercera película, Thomas McCarthy parece haber encontrado por fin a su actor protagonista, aquel que se amolda de manera excelente a los personajes que perfila el director en sus guiones. Ha encontrado en el gigante Paul Giamatti la cara más cercana de su cine, y también ha descubierto que el protagonista de sus historias gana muchos enteros cuando tiene también una doble moral y no se trata de un ser de ética intachable.
Pero no es ese el mayor descubrimiento de McCarthy en Win Win. Lo es la idea de cómo el panorama de la crisis global resulta ser el mejor de los contextos para esas historias suyas que intentan reconciliarnos siempre con nuestras buenas intenciones. El “Ganamos todos” de su terrible subtítulo anuncia ya el tufo a película condescendiente, en la que la unión moral de sus personajes será la única manera de alcanzar una supuesta catarsis argumental.
El pecado de su protagonista ocurre en el prólogo de la película. Un abogado que acusa el mal momento económico y acepta el cuidado de uno de sus clientes para aprovechar la remuneración que ello le otorga, como única manera de mantener a su familia a flote. Las buenas intenciones están servidas, pero la manzana de Adán y Eva ya ha sido puesta en marcha y, previsiblemente, será ese mismo el motivo de la crisis del punto medio del filme.
Que la familia del abogado en apuros acabe acogiendo en su seno al nieto de ese cliente, preso de una demencia que comienza a castigarle, es el giro definitivo que necesita la cinta para conformar un relato que parece abocado a celebrar los gestos de humanidad precisamente en el peor de los momentos.
La crisis no sólo está presente durante el nudo y desenlace. “Tratar de levantarse aún cuando uno sienta que está a punto de morir”, dice uno de los chicos del equipo de lucha libre al que un gigante Paul Giamatti entrena en su tiempo libre. Tratar de levantarse en tiempos difíciles, dedicar el tiempo libre a los jóvenes, y una escena familiar en la iglesia como contexto. Win Win lo tiene todo para albergar al ciudadano perfecto, aún con sus propias contradicciones, eso sí, fruto únicamente de la extrema necesidad.
Los pecados de una historia de buenas intenciones no logran inundarlo todo. Hay también momento para la honestidad y para retazos de verdad en el relato, y también unas líneas de diálogo que acaban brillando en la boca de una niña de cinco años, una pequeña que no deja de cuestionar las incoherencias del mundo de los adultos que ellos ya dan por sentadas.
Las sensaciones de la película terminan siendo buenas, evidentemente. No es, sin embargo, la mejor película en la filmografía de su director, pero tampoco merece ser castigada con dureza simplemente por una petulancia aleccionadora a la que quisiera someternos en ocasiones, moraleja final incluida. Al fin y al cabo, una propuesta así sólo termina teniendo éxito al encontrar la ansiada complicidad con un público condescendiente.
The Visitor es, hasta ahora, la película en la que McCarthy logró unir mejor sus inquietudes argumentales, su trazo en la escritura, una actuación antológica de Richard Jenkins y un brío visual que parece haber perdido en parte. Es posible que la próxima vez que el realizador vuelva a coincidir con Paul Giamatti termine filmando una obra superior a aquella. Se trata, en suma, del director con mayor ojo para dibujar el panorama social americano con apenas unas pocas pinceladas, pero aún está en búsqueda de la historia definitiva que las contenga.