Rebelión en la granja, de George Orwell, convertida en materia puramente cinematográfica. White God toma prestada su energía, su ímpetu revolucionario, su estado de ánimo en lugar de sus entresijos argumentales o su carga política. Porque al filme no le interesan los mecanismos que despojan al hombre de su humanidad, sino su devastadora capacidad para abandonarse al agujero negro de la sinrazón y la absoluta crueldad.
Para poner en escena la cara más oscura del hombre, hacía falta una mirada externa, la de una criatura inocente que acercase su hocico hacia el hombre en un intento por entenderlo. White God tiene a una niña como personaje principal pero el relato desvelará, con el tiempo, que su auténtico protagonista es en realidad Hagen, el perro del cual la niña no desea desprenderse. Cuando Hagen inicia su recorrido por la gran ciudad como un animal vagabundo, descubre la maldad del hombre de manera episódica y esquemática, a la manera de una fábula en la que cada nuevo personaje es aún más grotesco que el anterior.
Amores perros (Alejandro González-Iñárritu, 2000) sobrevuela la pantalla cuando la historia de Hagen da un giro hacia el oscuro mundo de las peleas para perros. Nadie ha retratado ese universo como lo hizo el fotógrafo Rodrigo Prieto en aquella película, mostrando las entrañas de esos bajos fondos. La vocación estética casi obsesiva de White God hace que la representación responda a otras necesidades, más visuales y menos discursivas, con las que la historia parece difuminarse en favor de una cierta abstracción. Filmar al animal parece haberse convertido, de repente, en la única motivación de la película.
White God se pierde en esa búsqueda perfecta de sus propias formas, especialmente porque los protagonistas de la fábula son un grupo de perros cada vez más numeroso a los que es necesario filmar en condiciones especiales. La película, por momentos, se entrega a la contemplación de los trucos que deben ejecutar los animales, y en esa entrega algo de la película se pierde, algo de su esencia profunda, como si la cámara hubiese olvidado que su misión era captar la mirada desesperanzada del perro y se limitara a fascinarse con la perfección de sus gestos amaestrados.
En esa operación uno puede imaginar la gran película que hubiese sido este filme de Kornél Mundruczó, de no depender tanto de las dificultades técnicas que exigía el dispositivo puesto en marcha. Porque cuando no está embelesada observando los logros de los animales puestos en escena, se pierde en su búsqueda del plano más hermoso posible. Y resulta muy curioso que su primera mitad tenga el mayor sustrato argumental y su segunda parte posea las más conseguidas imágenes, pero que nunca encuentren un equilibrio entre ambos elementos. La potencia (y ambición) de algunos de sus planos terminan confundiendo, en realidad, el tono de fábula hasta convertirse en una película opaca y, en última instancia, en un relato tan impactante como estéril. Solo la belleza de algunos momentos aislados invita a entrever que había algo más grande tras el simple reto de hacer posibles imágenes como estas.