Wall Street: El dinero nunca duerme (Oliver Stone, 2010)

En la primera escena, Gordon Gekko, posiblemente el mejor villano que descansó en las estanterías de los videoclubs de finales de los ochenta, sale por fin de la cárcel después de haber cumplido su condena. Y sale de allí con ojos tristes, al ver que su hija no ha ido a buscarle, un trasfondo familiar que a la postre será el núcleo argumental de la película.

El principal problema de la secuela de la excelente Wall Street es que, tal y como Gordon Gekko al salir de prisión, Oliver Stone parece haberse perdido los últimos veinte años del cine.

Ya no se trata del cineasta de mirada afilada y de discurso poderoso que retrataba con crudeza y sinceridad la historia de su país durante los años ochenta. JFK, Platoon o Nacido el 4 de Julio poco tienen que ver ya con este auténtico producto comercial.

El director utiliza todos los recursos audiovisuales de última generación uno tras otro, con exhibicionismo y torpeza, como si acabara de descubrirlos o, peor aún, como si tuviese que usarlos para justificar su vuelta a la ficción o reivindicar su vigencia como autor.

Nace así una película pesada, previsible y linealmente narrativa, poco alejada de las películas del montón de la gran industria, incapaz de representar la crisis económica como telón de fondo, que termina por narrarse de manera desdibujada y oportunista, e incapaz también de combinar la trama familiar y la económica que sí sabía manejar su antecesora.

Pero no sólo en Stone residen las aristas de la película. Si la cinta no se sostiene es, principalmente, porque el nuevo villano de la historia, encarnado ahora en Josh Brolin, no tiene ni la mitad del carisma y la complejidad del personaje de Gekko, que aquí no es más que el tercero en discordia. A su vez, comparar el papel protagonista de Charlie Sheen con el de Shia LaBeouf resulta fundamental para comprender por qué la copia no se acerca ni a un simple calco del original.

El siempre notable trabajo de Rodrigo Prieto como fotógrafo tampoco resulta un aliciente suficiente para rescatar una película mediocre que no consigue en ningún momento evitar la constante comparación con la primera parte. Lo que queda es el tedioso naufragio un autor que ha perdido todo su interés, en el que conocemos todo el argumento de antemano.