Vox Lux (Brady Corbet, 2018)

Hay algunas decisiones en Vox Lux que hacen que la película valga la pena. En primer lugar, porque quiere hacer toda una radiografía del siglo XXI, sin pudor alguno, pero escoge para ello la historia personal de un solo individuo, el paso singular de una mujer que atravesará ese momento convulso de la historia. En esa forma de dedicar su mirada a lo pequeño hay algo de valor.

Y en segundo lugar por su estructura: los instantes en los que el relato decide detenerse parecen explicar por qué nos es imposible revisar nuestra historia, parecen dejar claro el porqué de nuestro peligroso letargo. Detengámonos en esta cuestión, gran razón de ser de la película. El filme comienza con un tiroteo en un instituto, tragedia señalada como el gran síntoma de una sociedad que respira violencia, pero parece interesarle más el hecho perverso de que la niña escriba una inocente canción en forma de llamamiento a la paz y aquello se termine situando en las listas de éxitos de la música pop. Una ironía llena de sarcasmo que sitúa el filme cerca de la sátira, solo que todo está filmado con extrema gravedad: largos planos en movimiento, deteniéndose en la mirada perdida de la chica que mira al vacío mientras confiesa un sueño perturbador.

Una gravedad que proviene de los peligros de aquellos acontecimientos que han generado este relato absurdo, gravedad que no implica ausencia de sentido del humor porque, en el fondo, todo es patético. La fama de la chica conduce a que unos terroristas, al otro lado del mundo, ejecuten un atentado ocultos tras las máscaras de uno de sus videoclips. Es una especie de espiral maligna: aquella canción inocente fue pervertida y ahora esa perversión genera otras formas de maldad en el mundo. Otra de las grandes decisiones de la película es que cuando el personaje ya es adulto, su hija es interpretada por la misma actriz que interpretaba a la protagonista cuando era joven: una forma de sugerir que el ciclo se repite, que la generación siguiente va a cargar con los errores de la anterior en una rueda interminable y que, lejos de tratar de cortar ese ciclo la única propuesta es una huida hacia delante.

Podría lamentarse que, en una película en la que todo es elipsis, en la que los saltos en el tiempo son parte de su propio espíritu, haya aún algunas escenas del todo insustanciales, como esa secuencia a cámara rápida entre la artista y su manager en la que se abandonan por un momento a las drogas con el deseo de evadirse del mundo. Y podría dar la impresión de que ese concierto final con el que se cierra la película, de generosa duración, es otro de esos momentos de los que se podría prescindir. Pero el relato cae engullido por este espectáculo porque ese es el verdadero motivo que impulsa a existir a la película, del mismo modo que ocurría con Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018): después de tantos hechos atroces, después de contemplar una vida que nunca consiguió conducirse a sí misma, después de haber sido testigo de los grandes problemas del mundo no llegan soluciones, sino una especie de anestesia colectiva a través de un espectáculo de última generación. Un show de luces, purpurina y coreografías absurdas que actúan como manera de ocultar todo lo demás. Algo así como el propio mundo en el que vivimos, empeñado en tapar sus miserias con fuegos artificiales.