Victoria (Sebastian Schipper, 2015)

Victoria (Sebastian Schipper, 2015)

Ya no quedan dudas sobre si vivimos en la era del post-plano secuencia. Los proyectos concebidos en un solo plano se han multiplicado, alentados por su condición virtuosa y dejando en un segundo plano su motivación narrativa. En muchos casos, la elección de este recurso formal se impone sobre la historia que se cuenta, como si el plano secuencia fuese una justificación en sí misma, venga o no motivado por una necesidad expresiva.

La narración queda condicionada por la forma y los actores acaban confundiendo las oportunidades que ofrece ese tour de force con la pertinencia del recurso en sí. La toma larga no implica una actuación mejor, por mucho que el intérprete identifique la duración del plano como la oportunidad de penetrar en profundidad en la piel de su personaje. De hecho, la descomunal duración del plano que conforma Victoria en su totalidad destruye todo espíritu de naturalidad en los actores: asistir a la puesta en marcha de la laboriosa planificación de esta película es también contemplar la rigidez de su coreografía, la forzada manera en la que los actores ocupan sus marcas en el espacio o esa improvisación controlada que poco tiene que ver con la representación de lo real.

Victoria (Sebastian Schipper, 2015)

Hay un problema que atraviesa Victoria de una punta a otra, que no es otro que su lógico desplazamiento por la ciudad. Una virtud que acaba revelándose como una trampa: al no poder cortar el plano, esclava de su decisión formal, Victoria se convierte en una película de personas que suben escaleras, que bajan escaleras, que toman ascensores, que conducen coches o que montan en bicicleta. Tránsitos de espíritu vacío en el interior de una película de vocación puramente argumental. Para hacer llevaderos estos tránsitos y que no ahoguen la intensidad del relato, el filme silencia sus fuentes de sonido y la música de Nils Frahm se apodera del espacio sonoro en un intento de, por así decirlo, disfrazar el paso del tiempo. ¿Por qué entonces filmar la película al completo en un plano secuencia si, precisamente, la gran virtud de ese recurso es la de revelar el paso del tiempo…?

Quizá porque, en efecto, el plano virtuoso da sentido a la película por sí mismo. La prueba es pensar qué sería de este relato bajo una planificación convencional: un relato que se ve forzado a recurrir a giros argumentales arbitrarios y a terminar obligando a unos jóvenes que recorren Berlín a empuñar pistolas bajo el deseo de que Victoria alcance una cierta trascendencia. Todo puede cambiar en una noche, parece contar, pero esa idea de fugacidad se diluye en un plano de más de dos horas. La idea de no cortar jamás se vuelve en su contra: cuando el grupo de personajes abandona el plano y se queda a solas con la joven protagonista, la película debe recurrir a pequeñas tramas que mantengan la intensidad de lo filmado hasta el momento. Una necesidad que viene de la ausencia de elipsis, tal vez el gran recurso capaz de revelar la inteligencia de un realizador.

La película se ahoga de esa manera en su propia belleza, esclavizada ante la fascinación de un recurso expresivo que termina instalado en la sinopsis de la película. La manera de filmar como reclamo, y no como necesidad. Algo así como el fin de este recurso como el más hermoso de las expresiones en el cine. ¿Hacia dónde camina un recurso que ha impuesto su presencia por encima de todo lo demás? Parafraseando a Godard el plano secuencia es, más que nunca, una cuestión de moral.