Ryan Bingham ha creado un estilo de vida muy peculiar que le aleja de todo compromiso con la humanidad y lo mantiene en un constante estado nómada a través del continente al que ha terminado acostumbrándose.
Lo acompañan continuamente imágenes del cielo e imágenes de la tierra desde el cielo. Un panorama que parece confirmar su creencia de que se encuentra en la cima del mundo y que su estilo de vida no sólo es válido sino que es el mejor estado posible.
Una película que se marca un sorprendente y refrescante ejercicio de estilo por parte de Jason Reitman, y que habla de un modo accesible como es habitual en su cine de la importancia de desprenderse de las cosas banales, pero también de la importancia de pertenecer, de amar, de ser amado y de encontrar tu lugar en el mundo.
Ryan Bingham, encarnado de manera idílica por el mejor actor posible para el papel, George Clooney, obliga a deshacerse de gran parte de su equipaje incluso a su compañera de trabajo, que cree justo en la ideología antagónica a la de su jefe. Como es habitual en el cine de buenos sentimientos, el contacto con otros personajes abrirá sus miras y cuestionará sus planteamientos. Personajes que encarnan la simpática Anna Kendrick en un papel entrañable y la siempre fascinante Vera Farmiga en un papel minimalista construido con honestidad.
Que lo haga no la convierte en una película importante, sino todo lo contrario. Lo que la hace excepcional es su toque de realismo y crudeza en una película que lleva todo el empaque de ser un intento de comedia edulcorado sobre la vida. El mensaje amargo y solitario del personaje principal finalmente deja huella y es la mayor baza sobre la que está construido todo el relato.
Up in the Air está realizada a partir del montaje del futuro. Un montaje frenético, excitado, de pasmosa perfección y de construcción y planificación ideal. Sucesiones de imágenes por segundo colosales en ambientes estáticos y la sensación de movimiento continuo, de que el argumento se desenvuelve inexorablemente hasta una resolución que no tiene principio ni final sino que vive en constante evolución.
El compositor logra con una partitura muy sencilla mucho más que las composiciones ampulosas y mediocres de otras grandes producciones. Gran parte del metraje está compuesto sin embargo de canciones originales sin interés alguno y sin papel en la historia, clásico procedimiento en este cine de lo convencional. La banda sonora de la película, que podía haberle conferido una identidad propia a Up in the Air de la que carece, se convierte finalmente en una mera anécdota.
Pero ese montaje frenético tiene también otra consecuencia sobre el relato. Sólo se muestran los buenos momentos, las sonrisas, las replicas perfectas, los gestos de cariño. El conflicto se convierte entonces en algo inexistente, algo que se le escamotea al espectador y que impide al relato vivir su realidad con total intensidad, sino con una descafeinada ingenuidad que intenta pasar por alto la evidente imperfección del ser humano y su historia para no revelar así las fisuras del argumento. Nunca hay conflicto, y por lo tanto, realmente nunca llega a haber historia del todo. Nunca hay película del todo.
Para la elegancia y el estilo que quiere llevar siempre Reitman y con que pretende que todo aparezca en pantalla la cinta utiliza un lenguaje demasiado elemental, a veces incluso tosco. Y los tópicos de la América profunda que castigan algunos momentos del guión (la hermana de Bingham que mantiene a todos unidos, el momento de reconciliación de la boda familiar) son todo elementos que han afeado el producto final, pero que quieren permanecer presentes para ofrecer una supuesta imagen de globalidad que termina por afectar duramente a la película.
Porque eso es, un producto final, un ensamblaje perfecto diseñado por y para el puro entretenimiento. Un producto que no deja de tener su gracia y, en última instancia, la maestría de un autor joven que aún tiene muchas cosas por contar.