Roman Polanski consiguió entrar en los terrenos del cine popular a partir de El pianista, un festival del efectismo disfrazado de terrible contención. Desde entonces el espectador medio lo ha adoptado como una figura paternal, como uno de esos directores hacia los que rendir una pleitesía sin saber del todo el motivo, con la dosis justa y soportable de sarcasmo y acidez como para no rechazarlo definitivamente.
Sus dos últimas películas anuncian el refinamiento estético definitivo de su estilo y la continuación de un discurso irreverente, desencantado y cruel capaz de cargar con todo aquello que se ponga en su camino. Lo que ocurre aquí es la adaptación para el cine de una corrosiva obra de teatro concebida por Yasmina Reza, que pareciera escrita para Polanski, y que confronta a dos parejas de padres con el objetivo de solucionar una incómoda disputa entre sus hijos.
Todo ocurre en una sola habitación, en el salón de uno de los matrimonios. El relato desgrana uno a uno todos los elementos conciliadores y despoja a los cuatro personajes de todo civismo posible para terminar retratando a animales que luchan por defender su territorio a toda costa. El objetivo de la obra parece indefinido, como si quisiera arremeter contra todas las convenciones sociales pero luego se abandonase a las situaciones humorísticas, como si quisiera criticar el sistema educativo del seno familiar pero después se centrase con dureza en las relaciones sociales como si estas fuesen meras transacciones comerciales.
Sea como sea, es un terreno en el que Polanski se siente especialmente cómodo. Convierte aquel salón en una cárcel improvisada en la que las parejas son incapaces de resolver su problema y dejar sus egos en un segundo plano. Renuncia casi enteramente al primer plano, juega continuamente con los espejos y su reflejo y ofrece una clase magistral de puesta en escena: el objetivo de su narración como cineasta no es la de provocar desasosiego por el hecho de estar siempre en el mismo lugar, como hubiese hecho el antiguo Polanski.
Su única motivación para filmar viene esta vez del hecho de lograr que el mismo entorno parezca diferente en cada plano. Nunca tenemos la sensación, como espectadores, de encontrarnos atrapados en el mismo lugar, y esa es la mayor virtud en cuanto a realización de la película. Cambios constantes de eje, una puesta en escena simétrica y un estudio de la participación en el plano de cada actor en una planificación profundamente obsesiva son las armas de esta soberana adaptación. Todas las demás virtudes pertenecen a la propia obra teatral, y no a la película.
Como espectadores, resulta casi imposible evitar pedirle al cine que despliegue sus capacidades naturales, justo allí donde el teatro muestra sus más detestables limitaciones. Pedimos a gritos un nuevo escenario, un nuevo lugar, que la cámara se repliegue y avance a través del mundo como le es natural al séptimo arte, condenado aquí a permanecer entre cuatro paredes. El autor polaco busca las fisuras del relato en donde pueda filmar localizaciones diferentes. Primero en el pasillo del edificio, luego en uno de los baños, y finalmente desdobla el salón para que resulte del todo diferente contemplarlo desde una pared de la habitación que del lado contrario.
La acidez y la desnuda crueldad de muchos de sus diálogos proponen un absoluto festín de risas, con esa falsa incorrección política que termina siendo pura condescendencia, tan propia del espectáculo teatral del presente. Humor desbordante para una clase social que no teme reírse de sí misma siempre y cuando exista un cierto límite, siempre y cuando se guarden finalmente unas ciertas apariencias.
En eso Un dios salvaje merece considerarse entre las mejores adaptaciones cinematográficas sobre una obra de teatro jamás filmadas, en tanto que traslada el material original con soberano respeto y trata de plegarlo a los moldes de una planificación puramente cinematográfica. No se trata de representar la obra sino que, por fin, se adapta con éxito a un medio artístico al que le resulta inevitable señalar la procedencia natural de los relatos que intenta narrar.
En ese sentido Un dios salvaje está muy lejos del idealismo de El escritor, la anterior película de su autor. Puede que esa sea la mayor condena de este nuevo filme y por eso no supere a su antecesora, obligado a ser siempre sarcástico, irónico, ácido, desesperanzado, más como una pose que trata de denotar inteligencia que como un recurso necesario. El escritor era una película de tramado más sencillo pero que no renunciaba a defender el idealismo de sus convicciones, a pesar de retratar todo con una mirada igual de cínica.
Hay momentos de lucimiento en la función para todos los actores, filmados en un momento de gracia que debe considerarse el mayor aliciente para ver la película. La mayor exhibición actoral quizás venga de parte de Kate Winslet, confirmada ya como la mejor actriz de su generación y contra la que es difícil competir en la misma secuencia, aunque se trata de algo subjetivo: los cuatro comparten el mismo tiempo en pantalla y cada uno cuenta con su espacio para ser protagonista y desplegar todo el histrionismo tan propio de los personajes del cine de Polanski.
Jodie Foster, en especial, le aporta a su personaje la abundante neurosis que necesita el papel sin resultar cargante. Reilly retrata al ciudadano medio y sus entrañables contradicciones con una naturalidad elogiable, y Waltz encarna con cinismo al hombre de negocios, sofisticado a la par que ridículo, si bien su creación dista poco de ser la misma por la que ya obtuviera excelentes resultados en Maltidos bastardos (Quentin Tarantino, 2009).
Justo en el mejor instante, en el más intenso y el más dramático, la película no olvida su condición de adaptación teatral y finaliza abruptamente, plegada a la estructura clásica de la obra de escenario. Apenas una hora y diez de metraje, el tiempo justo para que todo resulte perfectamente medido, para que las emociones hayan vivido su montaña rusa y se detengan de golpe. La película termina invitando el teatro al cine, pero nunca convirtiendo del todo en cine el relato. No hay tiempo suficiente para comprobar que Un dios salvaje ha sabido convivir con el cine, finalizando la función mucho antes de encontrarnos de frente con los defectos bien escondidos de la historia que cuenta. Es la trampa definitiva de Roman Polanski.