El éxito comercial ininterrumpido de las películas de Michael Bay en la pasada década ha terminado por proporcionarle la misma carta blanca que tuviera un autor de verdad con sus propias obras, y esa permisividad de los grandes estudios ante los buenos resultados de sus productos han terminado por convertir al director en adalid de un cine con ciertas características reconocibles.
El trasfondo militar norteamericano, las puestas de sol, música comercial que se convierte en protagonista cuando no se suceden las secuencias de acción, voluptuosas mujeres que combinan a la perfección con su discurso adolescente y abundantes efectos especiales que ayuden a olvidar que, en realidad, no está ocurriendo nada destacable ni imaginativo.
El perjudicial éxito que ha cosechado la última saga perpetrada por el director ha conseguido que, finalmente, Michael Bay se termine creyendo a sí mismo un autor cuya trascendencia supera a la del resto. Cree, equivocadamente, que quizás la dimensión de sus colosales presupuestos es proporcional a la calidad y la importancia de su producto final.
Ese talante presuntuoso del director a la hora de abordar sus películas culmina aquí, cuando se permite incluso jugar con la historia moderna de su país y transformarla a su antojo. Hasta ahí llegan sus pretensiones. El argumento de Transformers 3, que no nos molestaremos en explicar aquí, se sucede al mismo tiempo que la Guerra Fría y culmina en la época actual. Una suntuosidad tan llena de soberbia que, al encontrarse con un director inútil que sólo sabe manejar esos elementos como mera fachada de un vacío absoluto, queda sumida en un ridículo del que le resulta imposible salir.
Esta tercera entrega pretende rizar el rizo, que la pirueta sea aún más colosal, aún más ruidosa, y en ese proceso su duración también resulta descomunal, pero por la pura simpleza de esa rancia idea en la que la duración excesiva de una película se corresponde también con su calidad y su trascendencia.
En este proceso, Michael Bay acaba convertido en una parodia de sí mismo, en tanto que la película se estira gratuitamente para alargar su trama todo lo posible, y esas características reconocibles que tanta presencia ocupan en sus películas permanecen impostadas y deformadas, presas de la nefasta grandilocuencia de partida del relato, que trafica con todas las ideas que podrían ocupar un lugar en el imaginario de la preadolescencia universal.
De poco sirve hablar de un argumento absurdo. Cuando un filme de entretenimiento no consigue ni siquiera entretener, pensar en sus hacedores resulta una cuestión de estado. No hay una película que pueda educar peor a sus espectadores: no existe concepto alguno de puesta en escena, los fallos de raccord se suceden continuamente, el constante recurrir a la cámara lenta evidencia la desidia con que está realizada, y sus secuencias de acción son tan largas que su resolución es tan breve como ridícula.
Tampoco sirve de mucho afirmar que, tal vez, sean éstos los efectos especiales más asombrosos y perfectos de la historia del cine. Muy buenos debían ser, para soportar una película de dos horas y media con unas actuaciones tan lamentables. El histrionismo de Shia LaBeouf y su acostumbrada incapacidad para transmitir algo en la pantalla encabezan las vergüenzas de un reparto olvidable.
Michael Bay lo vuelve a conseguir. Un monumento mastodóntico insoportable, a la altura de lo que, hasta ahora, ha sido un constante ejercicio de autoafirmación de su propia e infundada genialidad. La obra de un eterno inmaduro, cuyo peligro no termina siendo su poder de convocatoria, el terrible éxito de sus películas o que éstas supongan un acontecimiento, sino el contemplar con horror cómo ha conseguido moldear una audiencia a su imagen y semejanza.