Como en el mejor cine de la modernidad, Betrayal está rodeada de cuerpos que se ausentan o desaparecen, de protagonistas que se pierden a sí mismos, al tiempo que la cámara ya no puede encontrarlos. También de hermosos saltos temporales, que son a la vez saltos al vacío. Lleva la rúbrica del gran cine, el del salto sin red, el de la pirueta que busca la verdad a través de lo imposible, porque cree que tras la búsqueda de una nueva manera de contar las cosas se esconde una forma aún más cercana y punzante de aproximarse a lo real.
En ese sentido, Betrayal es un cuchillo afilado: la película comienza con una violenta colección de infortunios, que impactan y absorben por completo la atención. Pero el filme de Kirill Serebrennikov no transita por los caminos del sensacionalismo barato, sino que se sirve de ese inicio compulsivo para crear las reglas del universo alrededor del cual girará el relato: todo puede ocurrir, todo ocurre. Y, sobre todo, nadie está a salvo.
La sensación de orfandad se apodera de la narración. La infidelidad se ha instalado como tema que vertebra la relación entre un matrimonio estable en apariencia, y la película lo revela con un espíritu doloroso como punto de partida. Cine de lo sensitivo, con una atención especial por las posibilidades narrativas del encuadre, por la belleza del plano pero también por su capacidad comunicante. Preciosismo visual sin gratuidad alguna. Al contrario: una comprometida filosofía de las imágenes que se pliega a ese espíritu introspectivo y doliente de un relato compuesto por los más profundos entresijos de la intimidad compartida.
A través de La isla de los muertos, la pieza de Rachmaninov que funciona aquí como única banda sonora, los personajes que han descubierto la infidelidad de sus respectivas parejas inician un tránsito fantasmal por los senderos que ya habían utilizado antes sus seres amados para revivir, de alguna manera, todo aquello que sintieron mientras ocupaban una vida secreta con sus amantes. De ahí que la única forma de aceptar esa traición, en toda su magnitud, pasa por representarla nuevamente, en primera persona, y que sean esta vez las víctimas quienes escenifiquen el adulterio. La película priva a sus protagonistas, además, de un nombre propio, condenando a sus almas a vagar sin rumbo. Ella y Él, se limitan a señalar los títulos de crédito.
Serebrennikov plantea entonces una espiral obsesiva que arrastra a las víctimas hacia la venganza, convertidos ahora en amantes. Incluso el hermoso salto temporal que quiebra el relato y otorga perspectiva a la historia no está construido como prueba indudable de genio autoral, sino sobre todo para contemplar cómo las obsesiones generadas por ese momento de desorientación e incertidumbre dejan huella e inician una búsqueda de respuestas que ya no se detendrá jamás. Tal y como muestra el plano final, centrado en la huida hacia delante de Franziska Petri, la herida es tan profunda que el camino para sanarla ya nunca se termina.
Betrayal no busca tanto la identificación con el dolor de la pareja como entender el espíritu solitario de aquellos personajes, que viven un momento crítico de sus vidas. Aquel esfuerzo por lo sensitivo conduce la película hacia un terreno brumoso, cada vez más abstracto, más difícil de transitar, hasta que el ejercicio de vaciado es tan radical que ya ni los recuerdos tienen vida propia. La alienación del hombre en la sociedad moderna, ese que presencia un accidente atroz y ve cómo todo rastro de vida desaparece pero aún le sigue importando más la infidelidad que está sufriendo en su matrimonio, es uno de los grandes temas del cine de la modernidad, al que Betrayal no le importa perseguir. Quizás su recorrido sea espinoso, agotador, tan obsesivo como desasosegante. Su apasionante compromiso formal, sin embargo, convierten el filme de Kirill Serebrennikov en una experiencia única.