Enfrentarse a Tokio Blues es enfrentarse a un dilema. No es del todo una película de Tran Anh Hung, en tanto que no tiene nada que ver con El olor de la papaya verde o la sublime Pleno verano, sino que guarda más similitudes con el encargo profesional que con un verdadero deseo comunicante.
No es tampoco la adaptación definitiva de un libro, sino más bien un homenaje a un texto que les pesa a todos en la memoria como algo imposible de traspasar. Homenaje a un libro, y homenaje también a un cierto estado de ánimo que puedan dejar las palabras de Haruki Murakami, frente a una película que queda a medio esculpir.
El dilema de Tokio Blues es el irreconciliable dilema de las imágenes frente a las palabras. Las palabras pesan, es cierto. Su director rueda más bajo la mirada condescendiente de quienes esperan encontrar la traslación cinematográfica de las sensaciones que provocó un texto que para quien realmente espera encontrar una película con identidad. Se trata de una obra distraída que acaba remitiendo a otra, y no una obra con un alma interior propia.
Hablar de alma en la película es hablar únicamente de Jonny Greenwood, una música que traspasa a las imágenes. Puede que resulte difícil señalar su éxito frente a lo visual de una manera mesurada, o sintetizar aquí en pocas palabras el poder de una música sublime que debe competir contra unos encuadres perfectos, contra el mismo absoluto de lo filmado, contra una película que rebosa de una estética mimada al detalle, y que se basa en lo visual para tratar de edificar ese estado de ánimo que acaba diluido en la incomunicación de unas imágenes del todo desprovistas de verdadero contenido.
El dilema de las imágenes frente a las palabras ha hecho que la historia de un amor de juventud, un amor eterno, acabe convertido en una simple historia adolescente encarnada por hermosos modelos y engañada a sí misma bajo el sabor cool de lo diferente. Donde debería existir la afectación por un amor impetuoso que nace como forma de rebelarse ante la muerte de los seres cercanos y ante un mundo quebrado en proceso de cambio, Tran Anh Hung filma hermosas escenas que respiran sexo pero que nunca transpiran el verdadero dolor de sus personajes.
La omnipresente voz en off, principal error en las translaciones al cine de novelas de renombre, o el constante error en la planificación para decidir qué secuencia alargar y aletargar mientras otras se despachan con rapidez, son marcas que evidencian el carácter reiterativo, innecesario, accidentado, de unos recursos narrativos que chocan los unos contra los otros, incapaces de sublevarse ante el respeto imponente que produce la obra literaria original.
La película por tanto terminará viviendo de momentos aislados, de aquellos instantes en que se siente lo suficientemente valiente para narrarse a sí misma a través de la pureza de sus planos, de despojarse de su modelo, de convertir la prosa del texto original en pura poesía visual, de dejar que sea la música la verdadera voz en off del filme y de permitirnos bucear en la belleza de las imágenes aunque no funcionen por sí mismas como historia.
Funcionan como ensimismado homenaje a otra historia, una que dependía sólo de sí misma y que nunca tuvo que lidiar con el dilema de las imágenes frente a las palabras. Construyó las primeras a partir de las segundas. La libertad que tuvo Murakami escribiendo es exactamente la misma que no tuvo Tran Anh Hung filmando, acostumbrado a hacer un cine que siempre gritó libertad. Esa contradicción, y ninguna otra, es la que sella los labios de los actores de Tokio Blues y los condena al silencio.