Thor (Kenneth Brannagh, 2011)

Thor siempre fue un alma esquiva en el mundo del cómic. Un personaje del aquí y el ahora, que no entendía de política ni de soluciones a medias. De razonamiento difícil pero de buen corazón. Su mayor arma no era su martillo, sino su voluntad interior y su determinación absoluta.

Lo que ocurre aquí es lo mismo que ya hicieron Marvel y Paramount cuando afrontaron el paso a la pantalla de Iron Man: una actualización del héroe, simplificada, reducida, una versión de pompa y boato para el cine de palomitas que poco tiene que ver en realidad con el héroe original.

De hecho ni siquiera su aspecto tiene que ver con el auténtico Thor, basando el traje de la película en el diseño del arco argumental de Unlimited que Marvel explotó hace apenas unos años, y que le quita más identidad aún si cabe al dios del trueno.

Todo aquel que firme estas adaptaciones de superhéroes a la pantalla debería preguntarse por qué es el traje de Superman el único que funciona en el cine, siendo el más ridículo de todos. La única respuesta posible es porque realmente se cree en él. Si el uniforme de Superman se ha convertido en un icono es porque también el cine ha sabido respetarlo. Es ésta también la respuesta por la que las demás adaptaciones fracasan al intentar la representación definitiva del héroe de turno.

Otro error de nuestro tiempo, en la explotación de todas las franquicias que existen, es la discutible obligación de iniciar toda película a partir del origen del personaje. Tener que explicar de dónde viene y cómo formó su identidad limita cualquier argumento posible e introduce una barrera infranqueable en la búsqueda de una historia original. Toda película será entonces un documental del héroe, nunca una historia completa, y no será capaz nunca de superar la etiqueta de mero entretenimiento.

Para intentar superar ese escollo, el prólogo de Thor durará más de media hora. La película juega a estirar su duración para no proponer un montaje atropellado, y puede que sea ésta una de las pocas virtudes de la cinta. Todo ocurre en pantalla el tiempo que debe durar, nada resulta accidentado y es entonces cuando resuena el nombre de quien se oculta tras la cámara.

Que Kenneth Brannagh esté detrás de un proyecto como éste no puede sonar a otra cosa salvo a película de encargo. Tal vez haya sido atraído ingenuamente tras el drama shakesperiano que se oculta en la relación entre padre e hijo que propone el guión, pero poco tiene aquí que contar el director salvo hacernos partícipes de su habilidad para crear también un cine de meros fuegos artificiales.

También Patrick Doyle, su músico habitual, cambia de registro y se enfrenta, por enésima vez, a que su interminable sensibilidad no esté reñida con el cine de acción, como ya demostrara con su notable partitura para Harry Potter, acercándose a las composiciones que le otorgaron en los años ochenta su mayor éxito.

La única consecuencia directa de la presencia de su director es la cantidad de invitados especiales que genera en el casting de la película. Resultará extraño no ver una cara reconocida en los papeles más pequeños imaginables. Esa relación con sus actores evita que la película se pierda en interpretaciones poco creíbles, como suele ser habitual en el género.

Si algo queda en la retina después de ver Thor es, con diferencia, su bizarro diseño de producción. El colorido fastuoso y caótico propuesto para la representación de esta Asgard de celuloide eclipsa no ya su argumento lineal y encorsetado, sino las interpretaciones de los propios actores, escondidos tras unas armaduras que en ocasiones apenas dejan entrever sus rostros.

El humor en la película está presente por la desubicación del personaje en la Tierra, amén de su ya mentada rudeza para las relaciones personales. Todo lo bruto y lo maleducado del vikingo ya estaba ahí, impreso en el corazón del personaje, pero la manera de representarlo quizás acabe remitiendo más a Namor, príncipe de Atlantis, un personaje que no está nada lejos del que intenta encarnar Chris Hemsworth con más sonrisas de las que cabría esperar por parte de alguien desterrado de su planeta.

Cuesta ver a Natalie Portman, a estas alturas de su carrera, en un papel intrascendente, plano y con tan poco protagonismo como éste. Quizás las ganas de trabajar con Brannagh, o quizás por cumplir la cuota de participación en un cine comercial que genere beneficios. Lo cierto es que cada vez es más difícil encontrar a la actriz en papeles de envergadura, una continuidad a la que nos tenía muy acostumbrados.

Thor, en el fondo, no tiene nada de malo. Es un filme ágil, entretenido, con las suficientes dosis de espectáculo y con la belleza plástica de un mundo imaginario muy bien construido, que produce el adormecimiento típico de las películas épicas sin pretensiones. Esa es, quizás, la mayor afrenta que se le podría haber hecho al dios del trueno. Que haya acabado por ser una película del todo inofensiva.