Paige (Rachel McAdams) acaba de casarse con Leo (Channing Tatum) cuando sufren juntos un accidente de coche. Un camión les embiste por detrás y ella, que no lleva puesto el cinturón de seguridad, sale despedida por el frontal del vehículo. La película muestra entonces a Paige atravesando el cristal a cámara lenta, en un plano largo que durante unos segundos parece no tener que ver con todo lo visto anteriormente.
Cualquier drama romántico inteligente hubiese obviado el momento del accidente, consciente de que esa nunca será su guerra. Que Todos los días de mi vida se detenga con tanta atención en los pormenores del accidente es el detalle más evidente para percibir que, frente a la historia que tiene entre manos, Michael Sucsy coloca siempre la cámara en los lugares menos interesantes, en elementos anodinos en los que realmente no se halla su película.
Es este un error de realización, de dirección, de cómo enfocar la mirada hacia lo que se está narrando, pero hay algo más profundo, y es que el guión ya arrastra sus propios problemas de partida. Algunos siguen teniendo en alta estima ese rótulo inicial con el que comienzan las películas más aparatosas: “Basado en hechos reales”. Conscientes de esas lamentables preferencias, cualquier producción encuentra más rentable aferrarse a adaptar con torpeza un hecho real que construir una ficción interesante.
Paige despierta del coma y no recuerda su vida presente, ni a su propio marido. Sólo concibe sus recuerdos hasta cierto momento de su vida. Recomponer el puzzle es su única preocupación. A partir de esa sugerente premisa, Todos los días de mi vida inicia su particular visión en torno a una situación en la que, de otra manera, las posibilidades podrían ser infinitas: un marido que intenta volver a enamorar a su esposa, y una esposa que ni siquiera recuerda a su pareja. La película pretende situar sus virtudes en esa tensión entre la dulzura del puro romance y la crudeza de una situación límite, de un sacrificio (The vow, el título original, da una mejor idea de las intenciones del filme) pero ninguna de sus bazas se sostiene.
La primera de ellas, la del romance, no funciona porque en primer lugar pertenece a uno solo de los protagonistas, que además es mucho peor actor que su compañera. Pero el mayor de sus pecados es el de no encontrar nunca el momento para endosar una de sus frases preconstruidas en torno al amor eterno. Todo suena a impostado, extraído de un manual barato. Y no ya lo que se dice, sino que también ocurre a nivel visual: llueve en el exterior mientras la chica encuentra su regalo, mira a través de la ventana y encuentra a su amado muriendo de frío bajo el temporal. Docenas de referencias visuales que pretenden convertirse en el colmo del romance pero que, en el fondo, se acercan mucho más al universo de lo ridículo que a genuinas expresiones de amor.
Y la cruda realidad de la situación tampoco funciona al no encontrar nunca la manera de encajarlas en el relato sin destruir el encanto que intentan edificar los gestos bonitos. Alguien debió pensar que un poco de realismo en un cuento idílico resultaría de lo más original, pero nadie se paró a pensar en cómo combinar ambos climas para no echar todo a perder. La película promete muchas cosas que se van disolviendo conforme avanza, en un guión que no duda en abandonarse finalmente al estereotipo de unos padres que protagonizan una subtrama propia de cualquier sobremesa. Los lugares hacia donde debería haber mirado la película quedan nuevamente inconclusos.
Cualquier argumento disparatado podría funcionar cuando los actores resultan creíbles y hacen que la ficción parezca, durante unos segundos, tan real como la vida misma. Es el caso de una Rachel McAdams que no termina de acertar del todo con los papeles que escoge cuando su talento ya es de sobra conocido. El sentimiento de impostura aquí recae plenamente en Channing Tatum, el compañero de reparto, cuya imponente presencia física es incapaz de disfrazar sus alarmantes carencias interpretativas, poco ayudadas además por un personaje desdibujado, diseñado únicamente para alcanzar las más altas cotas de romanticismo jamás vistas.
Las frases están ahí, los gestos hermosos están presentes, el sentimiento de compromiso a través de cualquier circunstancia ha sido filmado, pero nada tiene el sabor de lo verdadero, porque Todos los días de mi vida no está contando una historia. Lo que ocurre en la pantalla es una desdibujada historia real sobre la que se han ido encajando retales de romanticismo de manual. Filmar la realidad conmueve. Todo lo demás se olvida con tal rapidez que no da tiempo siquiera a que termine la película.