Basta escuchar unos pocos compases de la banda sonora de El topo para reconocer en ella a Alberto Iglesias, a sus acordes inquietantes por naturaleza y a sus atmósferas acostumbradas, llenas de intriga y de espacios oscuros. Porque el compositor español es un verdadero maestro de las texturas, sabe con precisión cuándo utilizar un timbre u otro con la profundidad y el acierto que da la experiencia. Sus armonías resultan siempre quebradas, a medio construirse, envueltas en una letanía que enriquece a las películas con su clima enrarecido.
La idea central propuesta por Iglesias gira en torno a una melodía inconclusa a cargo de una trompeta solista. Inconclusa, tal y como es la historia. Música y argumento en consonancia. Ese motivo principal aparece en determinados momentos, en contadas ocasiones, utilizado en la dosis exacta. La partitura está concebida en base a armonías independientes, a momentos no melódicos y a climas que juegan con esas texturas que tan bien sabe tejer el músico. Por eso cautiva la aparición de la melodía cuando esta aparece, envuelta en un mar de confusiones sonoras. Al estilo de la trama, la melodía se revela cuando el personaje principal descubre acontecimientos importantes. Todo lo demás es pura niebla, como si la música tratase de tapar la lucidez de todo aquello que ocurre. El tema central puede escucharse en el corte George Smiley en su plenitud, aunque también aparece en ocasiones bajo otras formas instrumentales. En el corte de Karla, por ejemplo, la voz pertenece a un clarinete.
Otra habilidad del compositor es la dinámica que sabe imprimir a los violoncellos cuando la película exige movimiento. Alberto Iglesias hace sonar entonces a sus cuerdas, que avanzan inexorables en una fuga continua. Se trata de uno de los dones del músico que suele regalar los mejores momentos de sus trabajos. Aquí, convierte el tramo final de Anything else? en una pieza soberbia, ayudado por esas cualidades de su paleta orquestal. Tarr and Irina es otro hermoso ejemplo, esta vez combinado con un desarrollo a piano, de la exquisita técnica que vertebra toda la obra.
El músico coquetea de nuevo con la música electrónica, como ya hiciera en su anterior trabajo, La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011), con la idea de complementar a los silencios en esas estructuras concebidas en base a bloques del todo independientes, como si cada corte musical perteneciera a un trabajo distinto, y lo que le diese su inequívoca unidad fuera el brillante trabajo orquestal.
Hay que ser muy valiente para escribir una partitura tan oscura, y hay que ser un gran maestro para que un trabajo tan opaco brille con tanta intensidad. Se trata de una obra reverencial, aunque el acostumbrado nivel de su autor la convierta en una más de su excelente producción. Quizás no se trate de un score de agradable escucha, pero sí de la mejor música posible para convivir con las imágenes a las que acompaña. La mayor virtud de Alberto Iglesias, finalmente, es precisamente que convierte la música en un elemento indisoluble de la película en la que deberá vivir para siempre.