Al intentar definir a Gus Van Sant, probablemente nombraríamos Elephant o Paranoid Park como punta de lanza de su obra cinematográfica, aquellos cuatro títulos que forjaron su autoría como una de las más sugerentes e impenetrable del nuevo siglo. Pero lo cierto es que, atendiendo a su filmografía, habría que hablar de otro Van Sant, de vocación mucho más convencional, que ha sobrevivido en la periferia del cine mainstream sin renunciar a su firma personal gracias a ese idilio permanente con la industria.
Así que, a pesar de todo, habría que hablar de Gus Van Sant como autor de El indomable Will Hunting (1997), Descubriendo a Forrester (2000) o Mi nombre es Harvey Milk (2008), y también de su última etapa, esa en la que parece acometer un cine ciertamente accesible pero bajo parámetros muy personales, como Restless (2011) o esta misma Tierra prometida (2012), cuya ambigüedad en el relato y en la forma de narrarlo trasciende a unas apariencias, de nuevo, del todo convencionales.
Para entender Tierra prometida hay que partir de aquellos que la han hecho posible realmente: Matt Damon y John Krasinski, autores del guión que se reservan para sí mismos los papeles principales de la trama, en la que una multinacional aterriza en un pueblo ganadero con sustanciosos contratos de perforación. En esencia, Tierra prometida intenta sortear los tópicos relativos a lo político, lo medioambiental y lo ético para tratar de narrar un relato no exento de cierta madurez, aunque ese guión no consiga evitar ciertos lugares comunes para continuar avanzando.
La tentación del dinero, de abandonar una vida de miseria constante, frente al deseo de preservar una tierra heredada. Un conflicto que acaba instalándose también en el propio enviado de la compañía, un Matt Damon que concibe a un personaje superado por las circunstancias sin que éstas superen al actor. A partir de aquí se desarrollan elementos que podrían pertenecer, salvando ciertas distancias, al melodrama clásico de sobremesa.
Lo que hace especial y diferente a esta película es la presencia de Van Sant como narrador, pues a través de su forma de “escribir” la película nace un nuevo relato que subyace únicamente bajo las imágenes que elabora, no a través de la verbalización de la trama. Y es que la transformación personal que vive Steve Butler (Matt Damon) tiene lugar únicamente a partir de miradas, gestos impasibles, o bien a través del discurrir de la cámara y de su caligrafía, de una puesta en escena que vuelve a hablar, una vez más en Van Sant, de un proceso invisible que parece recoger su mirada, de alguna manera.
Una sensación que permanece oculta tras las imágenes y que transpira el espíritu de lo humano, escenas en la que los ganaderos relatan su experiencia y sólo se nos ofrece un plano con el rostro de Butler. El rostro, de apariencia inmutable, como espejo en el cual se refleja un cambio de pensamiento, un cierto mirar hacia delante. Ahí es donde descansa la silenciosa y especial belleza de esta película y no en su manido discurso ecologista.
Harris Savides se ha ido. Ya no habrá un fotógrafo que pinte las imágenes tal y como las sueña Van Sant. Su lugar lo ocupa el polivalente Linus Sandgren, que parece más cercano aquí a la sensibilidad de un Rodrigo Prieto a la hora de fotografiar las granjas y aquellos frondosos paisajes. Quien sí vuelve a hacer compañía a la vertiente comercial del director es su compositor más afín, un Danny Elfman que se eleva aquí por encima del discutible nivel musical, por rutinario y efectista, al que se ha acostumbrado a trabajar en los últimos tiempos.
Tierra prometida no es una película excepcional. Las aristas comienzan ya en su propio armazón argumental, cuyo desarrollo y ambiciones lo emparentan más con una sofisticada sesión de cine forum que con la vertiente contemporánea de lo emocional como desgastada moneda de cambio. Lo realmente excepcional en ella es esa sensibilidad que descansa bajo cada imagen, bajo cada sutil decisión en el encuadre, esa delicada coreografía contemplativa con la que Van Sant escribe su propia película tras la superficie. En ese interior, el realizador ha conseguido el milagro no ya de componer a un personaje a partir de las imágenes, sino incluso de definir su transformación a través de lo visual. Un milagro por el que también puede entreverse, en la distancia, a aquel cineasta por el que valía la pena detenerse.