Si pensáramos en las películas de retratos sobre la pérdida, el dolor, el sufrimiento y el fracaso, la película de Darren Aronofsky sería una de las más importantes, tanto por la sencillez con la que está contada, como por la honestidad de su discurso, como por su realismo y crudeza.
Casi al borde del documental, Aronofsky se aleja de sus características maneras narrativas, que acostumbraban el plano bonito e inverosímil vestidos de una supuesta modernidad que rozaba lo excéntrico y que normalmente, más que narrar lo acontecido, sobresalía por encima de lo narrado.
Su elección esta vez es mucho más sencilla y directa, pero nunca renunciando a sí mismo por ello. La impronta del director sigue estando bajo la firma de cada plano, pero de una forma mucho más comedida, convencido de que la historia necesita ese pulso férreo contra su manera alocada de filmar para ser contada con eficacia.
La gran decisión formal de la película, esos planos a espaldas del protagonista, que siguen su camino en todo momento rodeados de un silencio del que parece estar presa la vida del personaje, es uno de los mayores aciertos del filme. Es gracias a ellos por los que el descenso a los infiernos de la dura vida cotidiana cobra todo su sentido.
Un descenso, una caída, vista a través de aquél que cae a los abismos, y a la vez ofreciendo siempre su reverso, como si tratase de ocultarlo, como si no quisiera que viésemos su fracaso. La cámara de Aronofsky nos hace pues testigos de una aventura de superación personal, de supervivencia, de aprender a vivir con los despojos que la fama ha dejado sobre una vida que ahora se torna vacía y parece desperdiciada.
Una historia de segundas oportunidades sobre un antiguamente exitoso luchador de wrestling que ahora trata de salir adelante y reconstruir su vida, encontrar unos lazos afectivos que no son capaces de aferrarse a nadie, pues la mujer a la que ama siente que ese encuentro puede poner en peligro su propia reconstrucción personal, y una hija que le detesta y que desea tenerlo lo más lejos posible.
El fracaso afecta a todas las capas de la historia, pero su autor huye siempre de añadirles mayor tragedia o sentimentalismo de lo que sugieren las propias situaciones. En esa búsqueda de sencillez y realismo, el relato alcanza toda su tragedia real, su dimensión verdadera. La historia de un ser humano que sólo trata de volver a merecer un lugar en el mundo.
La película también huye, de nuevo acertadamente, de esa consabida manera que tiene el sistema de lanzar al olvido a aquellos ídolos que ya no le son sustanciosos. Lo que queda retratado aquí maravillosamente en este pequeño filme, es que la imposibilidad de resurgir, las infinitas dificultades que entraña ese proceso, acaban por ahogar las ilusiones de un personaje que ya no se cree a sí mismo, ni al mundo que le rodea. La falta de apoyo moral y afectivo son determinantes para que ese proceso nunca llegue a cumplirse.
Mickey Rourke lleva a la pantalla un maravilloso papel. Durante el metraje de la cinta, actor y personaje parecen confundirse, y un Rourke castigado incluso físicamente por la vida que ha llevado se interpreta a sí mismo en una fábula que tiene poco de fantástica y sí mucho de cercana, de ser vivida profundamente por ese rostro que sufre y padece cada paso que intenta dar por su salvación, por su redención por unos errores que ahora considera pecados y que ahora le atormentan sin cesar mucho más que su fracaso profesional.
Marisa Tomei encarna a un personaje delicioso, tal como las exquisitas (aunque cada vez más breves) actuaciones de la gran actriz. Un personaje femenino emparentado con el luchador en sus ambiciones de resurgir de sus propias cenizas. La dicotomía que enfrenta en su vida diaria le obliga incluso a elegir la supervivencia personal a costa del amor, de la amistad o de la propia libertad, y por ello la confrontación con el personaje masculino resulta tan interesante y enriquecedora.
Excelente Clint Mansell, de nuevo en una colaboración musical con el director al que siempre ha acompañado, y de nuevo vuelve a acertar. Con la guitarra eléctrica, su instrumento favorito, como única herramienta, Mansell construye una delicada frase minimalista que suena casi a marcha fúnebre, con resonancias de los éxitos pasados del personaje que parecen entreverse al mirarle de frente, pero que se desvanecen casi al mismo tiempo. El heavy metal que suena en el resto de la banda sonora ayuda a contrastar la tragedia del relato con las engañosas apariencias del éxito mediático y las actuaciones públicas del ex luchador en combates de segunda fila.
Aronofsky renuncia en parte a sus tracerías visuales a favor de la historia cercana que desea contar, pero no renuncia nunca a la belleza estética de su personal manera de filmar. Al encontrar un perfecto equilibrio entre esa belleza estética y la buscada simplicidad narrativa, la película encuentra también su conducto perfecto para llegar al espectador de la mejor forma posible, en forma de joya cinematográfica.