En las películas de Béla Tarr siempre existió la extraña certeza de no asistir a una filmación o a una representación, sino de estar contemplando un mundo que se mueve y respira a través de la pequeña rendija de una puerta, como si la realidad se filtrase a través de la ficción y nos revelase con imágenes su poderoso mensaje.
Y es pertinente afirmar que existió, y no existe, porque el director húngaro parece haber anunciado con esta su última película, como si quisiera acompañar con sus palabras la sensación de despedida del mundo que destila The Turin Horse y de la que ya estaba impregnado el resto de su cine. También invita al espectador a tomarse su último filme como una comedia. Dadas las pocas probabilidades de certeza en esa segunda afirmación, cuesta también creerse la primera.
Sean ciertas o no, las pistas que deja su director parecen carecer de importancia. Lo importante son los escasos treinta planos de la película, convertidos en uno de los mayores ejercicios de virtuosismo formal del nuevo siglo, y el poder comunicante de unas imágenes que se niegan a revelar un único significado. Unas imágenes sencillas y a la vez impenetrables, nada fáciles de enfrentar, que deben contemplarse con espíritu abierto y abnegada paciencia.
No son pocas las películas sobre el fin del mundo las que han protagonizado nuestras carteleras en estos tiempos convulsos. The Turin Horse no es necesariamente tanto una película sobre el fin del mundo sino sobre el fin del cine, discurso que atraviesa toda la filmografía del húngaro, pero sí puede considerarse la más lúcida filmación alrededor de un mundo que se apaga lentamente, y una película que se atreve a filmar, con valentía, los últimos días de un universo en extinción.
El relato parte de una anécdota histórica, la del caballo al que se aferró Nietzsche en plena calle ante el maltrato de su cochero, justo antes de perder la cordura. Amante de los reversos y de las historias nunca relatadas, el cineasta centra su relato en ese caballo y en lo que ocurre tras el accidente, en una pequeña cabaña en la que el tiempo parece haberse detenido y comience a apagarse.
Al igual que ocurre con el mundo, el caballo deja de querer avanzar, siquiera de alimentarse, ha perdido todo contacto con sus pulsiones más básicas. ¿Es simplemente otro indicio del fin del mundo, o es en realidad un atisbo de culpabilidad, de sentimiento atribuible únicamente al ser humano y que el animal parece, de repente, querer expresar como suyo? De nuevo la película no da respuestas, se limita a mostrar, a filmar. El Apocalipsis ya ha ocurrido, y se nos niega su espectáculo destructor. Sólo se nos muestran los restos, mecidos por un viento que parece encarnar el último aliento del universo.
Blanco y negro que son más que nunca luz y oscuridad. Decía el operador de cámara habitual de Béla Tarr que “todas sus películas constatan un movimiento hacia el abismo”. Puede que, en The Turin Horse, se haya atrevido a dar el último paso hacia ese abismo que condena a su película, despojada de todo sentido narrativo, a convertirse en el último de los epílogos posibles. Fin del cine, fin del mundo y muerte de los relatos. Nunca ha existido en cine más hermosa muerte del relato.
Sólo queda el silencio mortal taladrado con furia y desesperación por una insistente, insidiosa y grotesca banda sonora que se repite incesantemente como eco moribundo de un final incuestionable. El realizador rueda con la música ya compuesta y por eso ésta resulta tan omnipresente: no concibe sus imágenes sin la música que las inspiró a todas ellas.
Silencio mortal, el sentido vital de aquel cochero se apaga mientras observa los restos del mundo a través de la ventana, se desvanecen también el espejismo de un futuro para su hija, que se atrevía a soñarlo mientras sus ojos se perdían en el horizonte tras el cristal, y el sentimiento de culpa de aquel caballo que nadie nunca entendió y que ahora ya no importa. La luz entonces se extingue, la película se apaga y con ella se apaga finalmente todo el cine de Tarr. Es el último adiós.