La operación es arriesgada. Se trata de demoler los cimientos de todo un idioma utilizando, precisamente, ese mismo lenguaje para derribarlo todo. Algo así como un caballo de Troya: destruir un lenguaje adentrándose en él hasta las últimas consecuencias.
Poner en duda cada estilema, cada ejercicio de exhibición de ego, revelar la distancia entre el lenguaje publicitario y el idioma natural del cine, cuestionar el sentido de cada uno de los vestidos, reírse de las formas. Dejar en evidencia a los convencionalismos del nuevo lenguaje de la imagen que trajo consigo el nuevo milenio y las redes sociales, un lenguaje de usar y tirar, pero revelarlo a través de una puesta en escena que use esas mismas herramientas.
Parece sugerente, pero, ¿cómo no cargar contra una película que se sirve de lo mismo que pretende criticar para construirse a sí misma? Quizás haya que ver en la aparición de las siglas del director en los títulos de crédito, imitando de manera socarrona a las grandes firmas de la moda, una intención destructiva, un impulso delator que emborrone las sospechas de su propio egocentrismo. También habría que ver en el cuerpo cadáver de Elle Fanning durante la sesión de fotos de la secuencia de inicio una declaración de intenciones: el relato comienza con una modelo posando como si ya estuviese muerta, un gesto revelador que viene a manifestar la incapacidad comunicativa de esas sofisticadas formas publicitarias.
Basta con observar una de las primeras escenas, quizás el cénit del virtuosismo narrativo de The Neon Demon, en la que las cuatro protagonistas femeninas observan una performance entre los bastidores de un escenario, para entender lo que desea poner en juego la película: no prestan atención al espectáculo, se miran las unas a las otras, se envidian hasta el punto de cegarse, desean tener cada una el cuerpo de la otra, las capacidades de la otra. Lo demás no importa. Sueñan con estar en la cima, como aquella bailarina de la performance que alcanza el techo pero a la que apenas prestan atención, demasiado ocupadas en comerse con las miradas entre ellas.
De forma que no es sólo una propuesta puramente formal sino que, por encima de todo, The Neon Demon quiere poner sobre la mesa una crisis de valores sobre la que se construye el concepto del éxito en el mundo moderno: no importa cómo se consigan las cosas siempre que se logren, el triunfo en sí es capaz de esconder el modo de haberlo conseguido.
La película se servirá para ello de esa mencionada apropiación de formas ajenas al cine que han terminado confundiéndose entre lo verdaderamente cinematográfico, quizás con el deseo de llamar la atención sobre los peligros de su incursión en un lenguaje extranjero. La belleza real ya no tiene cabida en ese mundo de apariencias e imágenes incomunicantes: hay que acabar con la joven recién llegada, esa princesa (la música se empeñará en recordar todo el tiempo su condición de niña salida de un cuento de hadas) llena de ingenuidad a la que el mundo recuerda constanemente que esa inocencia ya no es ninguna virtud, sino un defecto del que todos los demás sabrán aprovecharse.
The Neon Demon propondrá este encuentro con las formas durante todo el metraje hasta que finalmente, en su punto medio, se partirá en dos como ha ocurrido con todas las grandes ficciones del siglo XXI, como ocurría en Tropical Malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004) o como ocurría en Mulholland Drive (David Lynch, 2001). A punto de salir a la pasarela como estrella de una colección, la niña protagonista se funde con los fascinantes juegos de luces de los neones que dan título al filme: a partir de ese momento el filme se hunde en su propio fango, la narración se suspende, la actriz abandona todo gesto en su rostro y sus compañeras se lanzan al canibalismo o a la necrofilia; todo vale con tal de absorber otros cuerpos, de intentar ser el otro. Los endebles planteamientos visuales de la era Tumblr revelan su incapacidad comunicante: las imágenes se convierten en una espiral sin retorno que condenan a los personajes a perderse en sus obsesiones.
Del mismo modo que el puma que acecha el motel de la protagonista, las imágenes se han convertido en instrumentos peligrosos, en enemigas de los propios personajes a los que acompañan. La película de Nicolas Winding Refn viene a revelar, con sus discutibles formas y con su inagotable gusto por la provocación, que el mundo de las imágenes contemporáneas amenaza con transformarlo todo en un desierto de significado, un lugar cercano a ese en el que las jóvenes transitan como fantasmas durante los títulos de crédito finales. Allí ya no podemos ver su rostro, sólo imágenes perfectas en las que ya no queda nada que decir. En muchos sentidos, The Neon Demon es una advertencia en forma de película.