Para acercarse a entender qué significa realmente The Host es necesario separar, primero, la naturaleza de la novela que se adapta para la pantalla frente a las condiciones que pertenecen exclusivamente a la propia película. La novela no es otra cosa que otro producto salido de la pluma de Stephenie Meyer, la autora de la saga Crepúsculo, y conociendo esa referencia tanto el espectador poco intrépido como el crítico perezoso habrán juzgado esta película antes de tiempo.
Pero, como suele ocurrir en muchas ocasiones, ridiculizar los planteamientos de aquello que vemos nos termina poniendo en evidencia a nosotros, y no al objeto de crítica. Abandonarse al reduccionismo y al juicio ligero resulta aquí tan fácil como tentador. ¿Por qué no hacerlo aquí y sí en otros productos de la misma factura? Porque la presencia de Andrew Niccol, soberbio guionista y director ocasional, rara avis del cine comercial americano cuya filmografía ha sobrevolado fugaces momentos de genialidad en los últimos veinte años, invita a ser precavidos.
Los cánones del cine entendido como negocio obligan a la novela de Stephenie Meyer a convertirse en la protagonista del nuevo taquillazo hollywoodiense, y en ese sentido sí puede hablarse de ciertas constantes que lastran la adaptación a la pantalla y que definen los límites de hasta dónde puede llegar la lucidez del filme.
La escritura de la exitosa autora se basa en personajes arquetipos esclavizados por las pulsiones de sus cuerpos, pulsiones entendidas como necesidades básicas, primarias e indomables. Hasta ahí llegan las motivaciones de unos personajes que se mueven en torno a clichés inoperantes, desarrollos previsibles y resoluciones ingenuas e idealistas. No conviene engañarse: estamos en el terreno de la pura novela adolescente, y no precisamente de primer nivel. Quien se acerque a ella debería estar, ya, lo suficientemente advertido.
Con un argumento que gira en torno a una raza alienígena que ocupa los cuerpos de los seres humanos, la escritora intenta concebir un escenario que ponga en duda la naturaleza de la violencia, el egoísmo o la mentira, ingenua materia reflexiva completamente ausente de sus anteriores trabajos. También dota a Wanda, el ente que ocupa el cuerpo de la joven protagonista, de una evolución emocional igualmente inédita en su obra. Esa aparente mejoría se viene al traste cuando vuelve a hacer uso de un cándido triángulo amoroso para crear una tensión entre los personajes de nuevo sustentada en los tópicos. Adolescencia que no se proyecta hacia la madurez, sino que permanece narrada bajo procedimientos infantiles.
¿Qué pinta entonces Andrew Niccol en un relato que no tiene que ver con él, más allá del contexto de su adorada ciencia-ficción? La labor del cineasta no es otra que dotar de perspectiva a un relato que bien podría contarse a partir de inoperantes primeros planos, dada la naturaleza literaria de unos diálogos que invitan a una representación de cabezas parlantes. Tal y como ocurría en In Time o en Gattaca, los humanos de Andrew Niccol buscan alcanzar la utopía con la que sueñan justo cuando todo se derrumba a su alrededor. O dicho de otro modo, captar el momento de cambio justo antes de que se produzca. Filmar el proceso de transformación a partir de la experiencia personal de un personaje concreto.
En ese sentido The Host no está muy lejos del universo cinematográfico del autor, incluso cuando por supuesto esto suene más a un encargo que a un proyecto puramente personal. De modo que tienen aquí más importancia los vaivenes de los personajes a través del refugio que han construido, las salidas al exterior, y la presencia de los escenarios monumentales como manera de hacer protagonista también al planeta que están perdiendo, en lugar de darle importancia a los ingenuos conflictos del triángulo amoroso, que se basan en el acto de besar como puro reclamo argumental, elemento que Niccol trata de sortear como puede o al menos otorgarle la mínima importancia posible.
La novela de Meyer, de nuevo a diferencia de su obra anterior, no integra al hombre adulto como mero adorno argumental, incapaz de comunicarse de igual a igual con los protagonistas adolescentes. En este caso el patriarca del refugio, interpretado por William Hurt, es el representante del mundo antiguo que, curiosamente, es quien propicia el cambio hacia un mundo nuevo y que Niccol convierte sin pudor en su auténtico protagonista, siempre en el centro de la escena.
Por un momento, la música de Antonio Pinto o la hipnótica presencia de Saoirse Ronan, aún llamada a grandes papeles en un prometedor futuro, hacen olvidar ante qué historia nos encontramos realmente. La sombra de la escritora es sin embargo alargada, y a la película le resulta definitivamente imposible huir de ella, lo que genera una cinta de desarrollo aletargado y de resoluciones que no pueden evitar coquetear continuamente con lo ridículo. Siguen estando presentes los vehículos imposibles y los metafóricos grandes desiertos que pueblan el cine del futuro concebido por el realizador de Gattaca, pero ni siquiera un interesante diseño de producción consiguen que The Host escape de su auténtica naturaleza. Por encima de todo es una película de Stepehenie Meyer, y no de Andrew Niccol.