Lo peor que puede decirse de esta nueva entrega de Terminator es que es difícil encontrar algo en ella que pueda salvarla de un inminente olvido. La saga ha entendido, por fin, que su única forma de alcanzar una cierta dignidad es revisitando la trama que propuso James Cameron a lo largo de las dos primeras entregas de la franquicia, las únicas en las que podía encontrarse una identidad propia que se fue diluyendo conforme el título se transformaba en franquicia.
Es por ello que la historia de Terminator Génesis se limita a sobrevolar lo ya conocido, con el viaje en el tiempo como arma infalible con la que reciclar los materiales que ya existían. Eso permite que aún sobreviva pero también la condena a un continuo retorno a los mismos círculos, a resultar siempre más tierna que emocionante. La vuelta de tuerca es el último resquicio de originalidad que le queda a la revisitación de una obra como esta. Sarah Connor sigue siendo una guerrera, una heroína en los tiempos previos al Día del juicio final, Kyle Reese sigue siendo un soldado entregado a la causa rebelde y el T-800 sigue siendo un Arnold Schwarzenegger con licencia para la inexpresividad; pero los papeles ahora transmutan como si la película jugase con cromos intercambiables.
En cierto sentido, se trata de una operación que coloca a la franquicia en los terrenos del parque temático: se puede entrar a este museo de los años noventa, reconvertido en largometraje bajo la estética unidimensional de una serie televisiva, a través de sus iconos más reconocibles. ¿Ya sólo puede hacerse cine comercial desde la nostalgia? El T-1000, aquel temible ser de metal líquido que perseguía a los protagonistas del segundo filme y que aquí interpreta Lee Byung-hun, se limita a repetir los mismos trucos que su antecesor como si se tratase de una aclamada atracción de feria. El filme abandona un obstáculo y lo sustituye por otro porque sabe bien la única manera de ocultar la vacuidad de su planteamientos es proponer una huida frenética que deniegue toda posibilidad de reflexión, siquiera de digestión de sus imágenes.
Y es precisamente lo que Terminator Génesis busca, una evasión confesa que tenga lugar a través de un buceo persistente entre los escombros de todo aquello que dio nombre propio a los inicios de la saga. Pero a pesar de que la película encuentra una cierta dignidad en su empresa, quizá porque los personajes son más nobles e ingenuos que nunca y han sido despojado de todo diálogo comprometedor, la distancia que media entre esta y sus dos obras de referencia sigue necesitando el año luz como unidad de medida. Tal vez porque la ingenuidad del filme no sólo está en los personajes, sino también tras una cámara que ha confundido el ejercicio de nostalgia que pretende poner en práctica en la pantalla con un peligroso borrado de la memoria, porque a la película de Alan Taylor solo le importa respirar el espíritu de los años noventa y olvidar su propia contemporaneidad. Algo así como filmar una nueva película para preguntar si aún recordábamos la anterior.