Es posible que una de las imágenes que mejor definan a Occidente en el nuevo siglo sea la de un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas del World Trade Center. Ahí empieza la historia de Estados Unidos en el nuevo milenio y ahí comienza también el nuevo trauma de una nación incapaz de entender su evolución si no es a través del acontecimiento trágico, o bien romantizando un pasado cuyas atrocidades resultan irreconciliables con la ética del presente.
En ese juego de la romantización el cine ha jugado un papel fundamental. Eastwood lo sabe bien, y sabe también que la imagen de un avión aterrizando ileso en el río Hudson a pocos metros del World Trade Center, apenas ocho años después del atentado, es una imagen sanadora en tanto que parece contrarrestar a la otra, parece equilibrar el espíritu americano a través de la memoria de las imágenes. Chesley Sullenberger, que salvó la vida de los pasajeros de aquel vuelo gracias a que decidió amerizar en el río, no es reconocido al instante como un héroe de la nación simplemente por haber salvado tantas vidas. Por encima incluso de eso, de alguna manera su gesto le ha dado la vuelta al sentido de las imágenes.
La primera imagen del filme es la de una pesadilla, dejando claro desde dónde parte la memoria del colectivo americano. Sullenberger ha conseguido aterrizar el avión, pero durante los días posteriores no deja de soñar con un final catastrófico arrasando los edificios de Nueva York. Es la imagen fantasmagórica que la sociedad occidental tiene escrita en la memoria y temen verla repetida. El piloto, más allá de sentirse responsable por las vidas de sus pasajeros, también tiene miedo de generar otro icono apocalíptico para el recuerdo.
A través de la figura del piloto, Eastwood también reflexiona sobre la idea del héroe, sobre cómo la construimos y qué función le otorgamos finalmente. En ese sentido Sully también viene a luchar contra la idea del héroe post 11-S, contra el caballero oscuro, contra ese salvador del tiempo moderno para el que el fin justifica los medios. El héroe en el cine de Clint Eastwood no es quien crea una catástrofe para poder evitar otra: es quien sabe hacerse a un lado tras haber intentado hacer el bien, quien vuelve a esconderse de nuevo, quien trata de que su presencia pase inadvertida.
De ahí que resulte imposible que convivan la existencia de ese héroe, ejemplo sublime y perfecto, con la existencia de la persona que lo encarna, llena de imperfecciones y contradicciones. Para ser un héroe, el hombre tiene que desaparecer: la esposa de Chesley ya solo puede hablar con un fantasma, con una voz al otro lado del teléfono, ya nunca habrá una reconciliación entre hombre y mujer formando parte del mismo plano, sólo voces al teléfono que se replican y se tranquilizan la una a la otra.
Tampoco es una película que pueda compararse con El vuelo (Robert Zemeckis, 2012). Si bien guardan una enorme relación en sus planteamientos, con pilotos que deben realizar un aterrizaje milagroso para salvar a la tripulación, Sully vive en el mundo de las ideas mientras que El vuelo es una película que acaba preocupada únicamente por encontrar el drama personal. Bastaría comparar la escena en la que Denzel Washington toma su botella de licor, quintaesencia de la torpeza del cine made in Hollywood, a la sencillez con la que se propone en Sully ese momento en el que el piloto descubre que ningún pasajero ha perdido la vida para descartar un posible hermanamiento.
Eastwood se juega un encuentro decisivo con la puesta en esena en el ejercicio de tener que mostrar dos veces el amerizaje: durante el flashback inicial y también en el clímax final de la película. Es una doble construcción impecable, pero el director tiene que dejar claro que el héroe no tiene aristas, quiere demostrar que no hay ninguna duda sobre su heroicidad y se empeña en mostrar las pruebas de aviación que demuestran que hizo lo correcto. Esa es la pobreza de su cine: que sus personajes albergan dudas porque son humanos, pero el discurso parece construirse sobre una supuesta verdad absoluta. La película no ofrece un solo hueco para poder pensar algo del personaje que no sea exactamente lo mismo que piensa su autor. En esa pobreza hay algo de los altos vuelos de Sully que se pierde por el camino.