Hay tres películas dentro de esta obra monumental, conviviendo y dialogando continuamente entre sí, produciendo el efecto de una imparable bola de nieve. En la primera, un hombre poderoso, el rey de la gruta en la montaña, se topa frente a la realidad en la que viven sus inquilinos, obligados a una suerte de pleitesía por el acaudalado estatus del protagonista. En la segunda, ese mismo hombre dialoga con su hermana para terminar revelando las miserias e insatisfacciones de ambos en un poderoso e intenso combate dialéctico, en una secuencia donde el tiempo parece no importar. Y en la tercera, un infructuoso diálogo con su propia esposa revela que, al tiempo que el hombre expande su fortuna, la vida a su alrededor parece desmoronarse.
Se trata de tres argumentos diferentes, tres películas en sí mismas, que se unen aquí produciendo una obra casi inabarcable y desembocando en un largo epílogo que cierra los frentes abiertos. Alejado de la puesta en escena teatral y totalmente cercano a la sensibilidad propia de lo cinematográfico, Nuri Bilge Ceylan trabaja la dimensión visual de su película como quien esculpe figuras en el mármol, tratando de que, por ejemplo, el diálogo entre hermanos no solo resulte fluido en el plano visual, sino que además cada plano se corresponda con los sentimientos del personaje. Evitar el teatro filmado para encontrar una milagrosa puesta en escena que refleja las emociones de aquellos a los que vemos moverse y hablar en la pantalla.
En ese sentido, ninguna de sus imágenes es gratuita y, a pesar de la belleza de todas ellas, ninguna obedece únicamente a una conquista estética sino a términos profundamente narrativos. Ver cómo el montaje alterna un primer plano de uno de los personajes con un plano medio de su interlocutor, y entender el motivo, o contemplar la manera en la que esa planificación se revierte cuando el tono de la conversación también lo hace, es uno de los grandes placeres de Winter Sleep. Cuestiones en las que una prodigiosa habilidad técnica se encuentra completamente al servicio de la narración.
Lo curioso es que, finalmente, cuando la película cierra sus inmensos círculos concéntricos, opta por soluciones en poca consonancia con las propuestas iniciales y con su manera de desarrollarlas. Es la voz, finalmente, en dos citas explícitas, la que trata de colocar el punto y aparte en el filme al mismo tiempo que explicar lo que ocurre, como si una simple moraleja fuese capaz de solucionar las complejas crisis que se han puesto en juego a lo largo del metraje. Lo mismo ocurre con la mujer, que debe escuchar el doloroso monólogo de uno de los inquilinos; unas palabras cuya idea ya había sido puesta en imágenes en una de las primeras escenas de la película. Soluciones quizá algo condescendientes, en definitiva, que echan por tierra buena parte de las conquistas que parecía haber ido cosechando el filme.
No es difícil comprobar que Ceylan se ha alejado en cierto modo de sus películas anteriores. Tratando de dar un valiente paso hacia delante, ha ocurrido algo sobre lo que conviene reflexionar. Winter Sleep continúa las obsesiones temáticas de la filmografía pasada, pero la propuesta es aquí, en muchos términos, diferente a todo lo anterior, quizá buscando refinar sus procedimientos o, tal vez, tratando de acercarse a las maneras de otros cineastas que el autor admira y a los que desea convocar, de una u otra manera, en el espíritu de su película. Si en Érase una vez en Anatolia (2011) parecía inequívocamente presente el espíritu de Béla Tarr, como si fuera el cineasta húngaro quien hubiese firmado ciertas escenas de la película, el espíritu de Ingmar Bergman en Winter Sleep parece ineludible.
Y quizás convenga detenerse en esas semejanzas, en esos paralelismos con autores del pasado, en ese sabor a otros cines que tanto nos satisface encontrar aquí, porque quizás en este filme adoremos muchos momentos porque nos recuerdan a la mano de otros cineastas, porque encontramos una continuidad en su manera de hacer las cosas, en su forma de contar historias. Quizás admiremos la película porque resucita, durante un momento que parece infinito y tangible, la mano de Bergman como cineasta produciendo casi la sensación de película póstuma del autor, reviviendo ese cine que tanto gusta a un cierto sector de la cinefilia. Pero la realidad es que, en todo ese proceso, la firma de Ceylan como autor queda desdibujada progresivamente porque no hay un ejercicio de reescritura de aquellas formas, sino un simple deseo de evocación, de convocar a un autor referencial. ¿Amamos la película de Ceylan, o amamos ese cine del pasado que Winter Sleep nos impulsa a recordar?