En el intento de imaginar un relato ajeno siempre ponemos algo de nosotros mismos. Quizás al construir esa imagen mental añadamos, sin quererlo, todo aquello que hemos visto, los lugares que hemos conocido o las cosas que hemos experimentado. Es un proceso mental inevitable: hacer propias las palabras encontradas. La imaginación toma partido a través de la experiencia real.
Algo así debió pensar, quizá, Ion de Sosa cuando se lanzaba a traducir en imágenes ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, el popular relato de ciencia-ficción concebido por Philip K. Dick. Imágenes personalísimas que se hunden en los terrenos de la experimentación y el descubrimiento. El relato puede ocurrir en Los Ángeles o, a tenor de lo propuesto por el realizador, en una Benidorm que evoca igualmente, y en tono desafiante, esa megalópolis de la novela original en la que los seres humanos han extraviado su humanidad hasta el punto de que los nexus, unidades cibernéticas de aspecto similar a los hombres, parecen estar aún más vivos que sus creadores.
Y se hunden en el descubrimiento porque el autor de esta osada, irreverente y árida película construye su personal versión del material original a partir de detalles cotidianos y de elementos mínimos. Algo así como el ejercicio de descubrir que a través de gestos comunes y de conversaciones intrascendentes también puede filtrarse el espíritu de un fondo argumental que es, en realidad, el sustento que da sentido a todas las imágenes del filme. Un ejercicio en cierta manera peligroso, pues trabaja a partir de la evocación y de la sugestión directa del título que da nombre a la película, y no a partir de los propios elementos de la imagen. Un ejercicio sugestivo en lugar de una adaptación al uso, en donde va a resultar difuso situar la línea en la que terminan los límites del desafío narrativo y empieza una cierta ostentación gratuita de autoría.
Sueñan los androides encuentra su hallazgo más personal en el momento en el que construye la apariencia de los nexus bajo el comportamiento coloquial de un ciudadano español cualquiera. Sus temores y sus fobias acaban inundando la película para revelar que los miedos plasmados en la novela no están lejos de la vida contemporánea. Digamos que no se trata tanto de adaptar una novela al cine como de trasladar a la pantalla la versión que Ion de Sosa pudo construir en su cabeza mientras leía aquel libro. Una especie de juego de interpretaciones en el que, finalmente, quien termina puesto en la pantalla no es el autor de la novela, sino la vivencia personal, provocadora, intransferible y a veces impenetrable de un valiente cineasta que se ha atrevido a habitar el interior de un relato ajeno.