Cuando el hombre alcanza un cierto poder, empieza a atribuirle otros usos a los objetos, como un niño que aún no conociera el verdadero significado de las cosas. Un niño puede convertir en un amigo a una coliflor, pero el padre sabe que para los pobres la comida está restringida a poseer un único significado. Devolverle al objeto su utilidad pasa también por matar a ese amigo imaginario, que es también matar un poco al niño, despojarle de su poder.
Esta metáfora sirve a Tsai Ming-liang para emprender, en Stray Dogs, un viaje hasta el corazón de un hombre que ha perdido sus posesiones tras un desastre natural. El viaje al interior del protagonista se convierte, también, en un crudo retrato del desmoronamiento del sistema económico: quienes antes habitaron lujosas viviendas se ven obligados a aceptar trabajos miserables, al tiempo que sus hijos deben sobrevivir descuidados en las afueras de la gran ciudad.
Y el realizador vuelve a filmar como si hubiese refinado los procedimientos con los que concibió Good Bye, Dragon Inn (2003). Refinar, depurar y también ensanchar la escritura. Si allí desplegaba un sentido discurso en torno a cómo es imposible habitar hoy los confines del cine, Stray Dogs habla de la imposibilidad de habitar hoy el mundo: ya no hay lugar para las personas en el mundo civilizado, y sus consecuencias se pueden contemplar a partir de lo más pequeño, como el protagonista cuando intenta ingerir una pata de pollo, o la aséptica manera en que la propia sociedad ha eliminado la posibilidad de que un niño sobreviva en la gran jungla de asfalto.
En ese estado de cosas, al personaje principal ya solo le queda refugiarse en su memoria, cantar las canciones de su infancia como forma de protegerse mientras se abstrae del presente. En un salto al vacío cercano al que hiciera Antonioni en la célebre escena final de El eclipse (1962) – cineasta con el que comparte no pocas similitudes estilísticas, algo así como depurar su esencia hasta alcanzar la abstracción – la segunda mitad de Stray Dogs podría tener lugar en el interior de la mente del protagonista. Un largo primer plano sobre la mirada perdida y la sien del actor ya nos pone en la pista de un viaje interior definitivo en el que, a partir de entonces, la película ya solo pondrá en escena sus recuerdos deshilachados.
En esos recuerdos, las paredes de la casa familiar ya se han desdibujado. O incluso el propio recuerdo trata de expulsar al hombre: la esposa limpia los lugares por donde éste ha pasado como manera de simbolizar la memoria que desaparece progresivamente. Al protagonista ya solo le queda vagar entre fantasmas. En ese momento la escritura en imágenes de Ming-liang se vuelve tan poderosa como impenetrable, fascinante y al mismo tiempo inaprensible, apasionadamente personal, como si un pintor hubiese encontrado al fin la expresión definitiva de su arte. La última media hora de Stray Dogs, envuelta en silencio y compuesta por dos únicos planos, sintetizan los logros del realizador tanto como del propio filme, quizá la gran película del siglo XXI en tanto que ha puesto en imágenes la compleja idea de un mundo inhóspito que ha arrebatado al hombre la posibilidad de imaginar, de vivir siquiera en el recuerdo. En cierto modo, como el niño que moría un poco al perder su juguete, el hombre también ha sido despojado de su poder.