Stone (John Curran, 2010)

Merece la pena observar la trayectoria de John Curran como director. Asentado ya como una rara avis en la industria norteamericana, el autor, siempre bajo un guión ajeno, escoge historias diferentes y estimulantes, teñidas de una intensidad dramática poco común, buscada desde las primeras secuencias.

Stone ya debe considerarse un triunfo al recuperar a Robert De Niro en un papel dramático, a la altura de algunos de sus trabajos más elogiados,  y haber rescatado al actor de su espiral de películas intrascendentes de los últimos años.

El otro plato fuerte del realizador es el soberbio trabajo que extrae de cada uno de sus actores principales. Secundado de nuevo por un Edward Norton en estado de gracia, aunque eso sea ya habitual en él, el triángulo actoral sobre el que sustenta la película parece suficiente para sostenerla dada la complejidad y riqueza de todos sus personajes.

Sin embargo, algo siempre termina fallando en las películas de Curran. Quizás sea ese contraste desalentador entre la riqueza, profundidad y el drama de sus historias confrontadas a la estructura convencional bajo la que debe moverse para poder sobrevivir.

En resumen: el nivel de la producción y el caché de sus estrellas obligan a Curran a rodar bajo las reglas de la gran industria, pero ese armazón previsible al que somete Hollywood a sus guiones le privan de la libertad que necesitan sus historias y derriba todo el edificio por sí solo.

Si en Ya no somos dos la historia de las parejas quedaba contada a medias tintas, y en El velo pintado el paisaje era capaz de engullir el relato, en Stone aparece el mismo problema que siempre ha azotado el cine de su director: la incapacidad de sacar a relucir con brillantez todo el subtexto que prometen esconder tras de sí todas las imágenes y las ideas de la propuesta.

La película deambula así entre el drama carcelario y el triángulo amoroso, entre el conflicto de la soledad y los problemas de la incomunicación, sin saber decantarse nunca ni por uno ni por otro, y sin saber resolver nunca con ingenio ninguno de sus temas.

La habilidad de Curran para convertir esa indecisión en un halo ficticio de dramatismo, y en la sensación de encontrarnos ante una película que se vanagloria de ofrecer preguntas sin respuesta, es sin duda engañosa.

El autor, que no renuncia nunca a la profundidad como valor fundamental de sus películas, no ha aprendido aún a encontrar una trama a la altura de sus geniales personajes. Sólo ha conseguido esconder todos sus defectos para terminar por no contar nada.