Es la película más larga de toda la saga, la primera concebida en solitario por alguien que no es George Lucas, utiliza un flashback, un droide de compañía dispara subido a un vehículo del Imperio, nadie dice “Tengo un mal presentimiento” y, en fin, incluso Luke Skywalker tira el sable láser al acantilado como si no quisiera saber nada de esta nueva entrega. Nada parece que esté en su sitio y, sin embargo, cada nueva película de Star Wars parece surgir de la misma frustración: ampliar este universo también significa matar, de algún modo, el que se ha creado hasta entonces, pervertir su naturaleza. Todo parte de una contradicción esencial: apenas había nada genuino en aquella primera entrega cuarenta años atrás, y del popurrí de referencias de su propia época nacía su mayor encanto. Añadirle un trasfondo propio es, en cierta manera, ir en contra de su propia esencia.
Así las cosas, cualquier gesto que implique revisitar el mausoleo es un acto de terrorismo: lo fue en 1980 cuando, en El imperio contraataca (Irvin Kershner), el público quería prender fuego a la sala por haber propuesto un continuará que se prolongaría durante casi tres años, y lo fue en 1983 cuando en El retorno del jedi (Richard Marquand) las encantadoras nuevas criaturas, recién descubiertas, se apoderaban del relato hasta casi emborronar aquella épica adolescente de la primera parte. El gesto de dejar este nuevo capítulo en mano de Rian Johnson es, ante todo, un acto de valentía, un símbolo de que la vida sigue y de que (también) la gallina de los huevos de oro debe continuar en funcionamiento. Toda esa dinámica que genera la producción de la propia película no es otra cosa que el reflejo de ese relato generacional que da sentido al filme.
Los últimos Jedi responde a una cuestión que lleva más de tres lustros en la mente de los aficionados tras la malograda trilogía que servía como prólogo a la original: qué pasaría si un autor ajeno se dedicase por entero a una película de la saga y, desde su propia visión, construyese un nuevo universo en torno al mito. El resultado tiene mucho que ver con aquellos productos satélite que abandonaban sus complejos y su corrección política para atreverse a tirar del hilo, para fantasear y no tener miedo de romper los muebles, hasta ver cuánto daban de sí las posibilidades de la epopeya, como si se tratase de un cómic, una serie de animación paralela o un cortometraje sin temor a faltarle el respeto al canon. Juegos tan descabellados como apasionados.
Y eso es justo lo que se permite hacer Johnson: princesas que utilizan la fuerza para flotar por el espacio, nuevos protagonistas que se reconocen tan cobardes como el resto, o un maestro jedi que se tumba a cuatro patas para poder sacar alimento de un animal grotesco, igual que cuando Yoda rebuscaba entre sus cosas como una alimaña, casi como si hubiera olvidado quién era realmente. Todo parece dispuesto a poner a prueba la fe del creyente cuando, de manera repentina, ocurre algo que quizá no haya ocurrido en toda la historia del cine: Rey se comunica mediante la fuerza con Kylo Ren, situado a años luz de distancia, en un plano-contraplano absolutamente imposible y entonces, sólo entonces, la película desvela su magnitud épica, su deseo sincero por abrir nuevos caminos.
Sigue siendo una película de guionista, la de alguien que está homenajeando lo que ha escrito, pero lo puesto en juego supera con creces cualquier ejercicio de soberbia. Porque lo escrito no ha sido concebido para estar al servicio de una simple búsqueda de la gloria de su autor. Todo cuanto se sacrifica en el filme está para recordar la importancia de una rebelión, para reivindicar la existencia de un grupo humano que luche contra la opresión, pase lo que pase en el camino. Y esto es, más que nunca, el espíritu de la película original convocado en su más profunda esencia. Lo planteado es tan imaginativo como arriesgado, torpe a veces e inspirado otras tantas, a veces épico y a veces cuestionable, capaz de producir el mayor de los enfados y la más honda de las emociones… Llamémoslo energía cinematográfica, una pulsión creativa capaz de lo mejor y de lo peor, algo así como aquello que mantenía unida la Galaxia y a lo que George Lucas puso nombre propio cuarenta años atrás.