No descubrimos nada si reconocemos, en un ejercicio de sinceridad y también de una necesaria simplificación que saque a relucir la verdadera esencia de estos proyectos, que el cine de Tim Burton se ha convertido con el tiempo en la caricatura de esos elementos característicos que le han dado el favor de la taquilla a lo largo de los años. La visión estética del cineasta se ha convertido en imagen de marca. El espectador que aún es admirador del cine del director no busca tanto nuevos relatos como la posibilidad de volver a sumergirse en ese mundo imaginario con el que Burton ha concebido siempre sus películas. Peligrosa trampa, pues, basada en un conformismo pactado entre ambos, entre el artista y su público. Él da lo que quieren, y ellos piden lo que ya conocen.
En ese sentido, no supondría ningún atrevimiento afirmar que Tim Burton lleva una década firmando la misma película bajo pequeñas variaciones. Si Big Fish (2003) se acercaba más a sus primeros trabajos que a lo que se dedica actualmente era por la ingenuidad de un discurso entrañable, y no por su forma de representarlo. Aquel procedimiento, en el que la estética es más importante que el relato, parece haber alcanzado ya cotas de agotamiento donde la propia opinión pública comienza a cuestionar ya el poder creativo de su autor. Sólo resiste una pequeña camarilla de incondicionales que, movidos por las primeras obras de Burton como referentes de un pasado que se sustenta en ellas como hermosa experiencia, aceptan cualquier nuevo proyecto con una sonrisa y la permisividad que se le otorga a aquel artista que, en otro tiempo, nos hizo disfrutar con la originalidad de un cine muy reconocible.
Estamos una década hacia delante en el futuro y, por desgracia, en este momento nadie parece tener el criterio necesario para condenar una idea llevada a la pantalla. Todo vale, especialmente el hacerse con referencias antiguas sobre las que respaldar el impacto mediático del proyecto. En este caso el material reciclado es el de la serie de televisión homónima de 1966, y abre la veda hacia una nueva etapa en la que el autor cuenta con el poder suficiente para llevar sus iconos de la infancia a nuevas e intrascendentes adaptaciones cinematográficas. Condenado por una bruja despechada a la vida eterna como vampiro, el personaje protagonista es enterrado vivo y encontrado dos siglos después, en plenos años setenta.
El perfecto ejemplo sobre por qué nada importa ocurre ya en el prólogo, que explica los motivos de la maldición del joven Barnabas. Tenebroso y barroco, sin miedo a lo grotesco, a la tragedia o a la desmesura característica de Burton. Cuando el protagonista despierta, nos encontramos en otra película diferente. No hay coherencia ni siquiera a nivel visual, pero eso tampoco importa. El único reclamo de la cinta parece ser ese divertido choque de contrastes entre el vampiro de aspecto victoriano y el nuevo entorno en el que debe moverse. La banda sonora rescata los éxitos del momento y el filme se abandona a los tópicos culturales entre el hombre que viene del pasado y su interacción con el presente.
El personaje de Johnny Depp brilla no tanto por su actuación, que viene a ser una extensión de la que ya hiciera en Sleepy Hollow (1999), sino por tratarse del único personaje de la cinta que realmente cuenta con diálogos brillantes y divertidos, lo que vincula sus apariciones a los mejores momentos de la trama. La presencia de Eva Green es el otro gran aliciente, actriz que devora aquí al generoso y variopinto elenco con el que comparte pantalla y que es, con diferencia, la única que sabe sacar provecho de los excesos continuos con los que el director expone a su fauna de personajes caricaturescos. Las subtramas están tratadas con desidia (otra constante en la filmografía de Burton) y, por el contrario, la trama principal resulta tan ostentosa como de costumbre. En ese sentido hay excesos incluso en el metraje de una cinta que, por previsible, convierte en excesivas sus casi dos horas de duración. Pero sus excesos sólo evidencian defectos y ningún liderato. El filme de Burton ya no es ni el más tenebroso, ni el más insano, ni el más lírico, ni el más divertido, ni tampoco el más esperpéntico.
De modo que el único modo de disfrutar de esta comedia irregular es abandonando toda exigencia y apreciando sus momentos divertidos y desenfadados, u observando con interés cómo los nuevos trucos visuales de Burton se asemejan a las herramientas narrativas del cine clásico, pasados ahora por el filtro del efecto digital que facilita cualquier pirueta visual. ¿Es química eso que ocurre entre Depp y su antagonista, o es simplemente que Eva Green encaja con cualquier compañero de reparto con el que participe? Lo peor de Sombras Tenebrosas no es que esté conducida bajo el más indolente de los pilotos automáticos, sino que consiga que no importen las respuestas a esas preguntas. Todo permanece sepultado bajo kilos de maquillaje, trajes aparatosos y escenarios tenebrosos. Consigue una permisividad en la que no sólo reconoce ser mediocre, sino que no importe demasiado serlo. Pero en el fondo de esa falsa oscuridad y de ese discurso vacuo uno se pregunta si ese despropósito no sabrá reconocer también que, puestos a hacer comedia, hay productos menos trasnochados y mucho más sugerentes con los que perder el tiempo.