Sobre la música de The Zone of Interest

Primer plano de una flor. Vemos unas manos que la cuidan. La imagen funde a rojo de manera progresiva. La música surge de golpe, como si emergiese de súbito desde las entrañas de la tierra. Casi parece que nos encontremos en el punto medio de la película y la música extradiegética ni había aparecido ni se la esperaba. ¿Cómo ponerle música, acaso, al acto cotidiano de cuidar el jardín, a la rutina de las mañanas en la casa familiar, a unas tediosas labores del hogar que se ejecutan como si se tratasen de un acto reflejo?

Es la cotidianidad más mundana de la familia de un militar, y aquella flor no es sino una más del extenso jardín que corona la nueva vivienda del comandante recién ascendido. La casa linda con un campo de concentración pero eso no importa, no es más que trabajo y el trabajo está fuera de campo. Por este motivo La zona de interés consagra su banda sonora al lejano murmullo de los lamentos, al leve residuo sonoro de las chimeneas, a los disparos aislados y a gritos que a veces se confunden con el graznido de las aves. La operación es tan delicada como propia de una nueva forma de hacer cine de terror.

Es muy distinto que los personajes sean inconscientes de la realidad que les rodea (y que ese punto de vista domine la puesta en escena) a que el propio autor también lo sea. Es el pacto no escrito en favor de una cierta honestidad como cineasta. Por eso, de repente, como presa de una pulsión inevitable, la imagen funde a rojo, abandona la rigidez de la diégesis, todo desaparece y solo queda el color de algo parecido al infierno. La música llega para apoderarse de manera atronadora no ya del universo sonoro de la película, sino también neutralizando a la propia imagen. Una pequeña orquesta y un coro gigantesco parecen gritar señalando el lugar de la infamia, como si la música tuviese ojos y supiese juzgar. El coro ha sido manipulado, moldeado para que durante unos momentos dudemos si se trata de un verdadero grupo humano o si la fuente del sonido no es más que una máquina. La compositora cuenta con ello.

No es el primer trabajo de Mica Levi para un filme de Jonathan Glazer: la banda sonora de Under the Skin (2013) no solo se plegaba de manera fascinante al relato que acompañaba. Era también revolucionaria en las sonoridades que planteaba y ayudó a que la película no se pareciese a ninguna otra. Pero no es hasta Jackie (Pablo Larraín, 2016), soberbia construcción musical en términos de estructura dramática e intención narrativa, que la compositora ha demostrado que trabaja con la mentalidad de una auténtica cineasta: Levi no hace música, hace cine.

No debe haber sido decisión fácil para compositora y realizador terminar la película de la forma en que lo hace. Para aquellos que ponen en tela de juicio la moralidad de la película, que el gesto de extirpar la música del relato y colocarla fuera de ella, ya con la pantalla en negro, sirva como ejemplo. Si aquel breve y violento fundido a rojo intermedio podía entenderse como el vómito que la película expulsa sobre sí misma, asqueada por intentar filmar el holocausto con pretendida neutralidad, terminar la película solo con música podría equivaler a un llanto desesperado o, tal vez incluso, a un gesto aún más oscuro al que da miedo poner nombre. Los créditos tardan en aparecer porque esta no es música compuesta para los créditos, sino el epílogo final de un cineasta lúcido que se atreve a confesar que ninguna imagen está a la altura del holocausto. Asistimos entonces a un requiem y también a una música del horror, ambas ideas sonando superpuestas, al mismo tiempo, como si dos obras distintas sonasen a la vez, en una colisión que representa todo aquello que las imágenes ocultaban.

*Originalmente publicado en Caimán, Cuadernos de Cine – Número 184 Enero 2024