Lo que suena en Secretos de un escándalo no es la banda sonora de la película. ¿Cómo es posible? Y no es solo porque aquella música que inunda las imágenes, invasiva e incapaz de permitir que los personajes respiren sea, en realidad, un arreglo de una pieza escrita por Michel Legrand para El mensajero (Joseph Losey, 1971), aquel drama romántico situado en la alta sociedad inglesa de principios del XX.
Marcelo Zarvos, colaborador habitual de Barry Levinson o Antoine Fuqua y autor de los dos últimos filmes de Todd Haynes, ha eliminado los instrumentos de viento de aquella partitura. Ha eliminado también las tracerías mozartianas de la mano derecha del piano, los acordes mayores y cualquier resolución armónica que pudiese respirar un mínimo de alegría. Ha conservado su aliento trágico. Ha simplificado el alcance de aquella obra hasta convertirla en un drama plano sin otra dimensión posible. Resumiendo: la ha convertido en la música de un culebrón.
La pantomima entonces puede desplegarse con facilidad a través de la impostura musical: “¡Oh, Dios mío! ¡No hay suficientes salchichas para la cena!”, exclama Gracie al abrir la nevera. Un zoom violento se acerca a ella y la música anuncia la catástrofe. El mundo se viene abajo. El drama de la clase acomodada.
No es la música de la película. Tampoco es, tras tantos cambios, la música salida de la pluma de Legrand. En un mundo donde persiste la crisis de la narración (el cine no es la única víctima), y con un Hollywood desnortado resistiéndose a ello, Todd Haynes ha venido a repensar las formas en las que contamos historias, la manera en la que las representamos, y la distancia que existe entre ese acontecimiento y el salto que hace falta para transformarlo en relato.
Una de las ideas que propone este fascinante trabajo de Haynes es la manera en la que el escándalo solo puede convertirse en narración a través de los tópicos creados por el propio medio audiovisual. Conocemos el pasado: Gracie abandonó a su familia para convivir con un niño, un menor de edad. “Eso solo pasa en las películas”, pensarán algunos, y al hacerlo solo podrán reconstruir el relato usando esos clichés de la narración audiovisual. La música entre ellos.
No es la música de la película, es la música que suena en nuestras cabezas cuando pensamos en el acontecimiento. Es la música de esa película futura.
Elizabeth se tumba en las escaleras donde trabajaba Gracie y fantasea con sus momentos de intimidad con aquel joven. Para la actriz solo cabe pensar en ello como un sórdido escarceo amoroso. La música vuelve a aparecer, se hace presente sin sutilezas. Convierte la secuencia en una representación tremebunda del acto imaginado. Elizabeth solo puede acercarse a aquella historia desde los códigos de la telenovela, lo que deja en evidencia que nunca podrá conocer del todo a la persona que quiere interpretar (aunque ya ha dejado de interpretarla y ahora desea emularla). Las notas de piano descienden, una y otra vez, como si escarbasen en los hechos, como si quisieran saber más pero, poco a poco, se desentienden de la armonía, se retuercen para terminar alcanzando lugares cada vez más oscuros… La música revela lo que los personajes callan.
*Originalmente publicado en Caimán, Cuadernos de Cine – Número 185 Febrero 2024