En una de las mejores piezas de cámara del cine de los últimos años, Manoel de Oliveira escenifica un relato de Eça de Queirós y anuncia con ella la relevancia de toda su obra.
A sus 101 años, el director luso dirige una pequeña película de gran valor. Apenas una hora de duración le bastan al autor para expresar, con exquisita delicadeza y maravillosa planificación, un cuento pasional y de tono fabulesco, repleto de resonancias que no dejan de hacer acto de aparición a lo largo de un metraje de exquisita brevedad.
La referencia al escritor del cuento es evidente, pero también aparecen la música de Debussy, o los poemas de Pessoa, para recordarnos que el propio filme no es más que otro breve instante de evocación poética, que bien podría desfilar como un suspiro discursivo más en esa casa donde la representación artística se pasea con agradable diversidad.
En ese pequeño relato, Kafka también es evocado a través de los acontecimientos y de las situaciones concretas, y la pintura está presente en cada momento de la puesta en escena, tallada a partir de lo que se podría decir que son esbozos pictóricos, planos de belleza incólume que Oliveira retrata con la sencillez que le caracteriza.
Se trata pues, de la obra de un hombre ya centenario que sabe bien que el cine tiene poder discursivo cuando es capaz de dialogar con las otras artes, y aquí lo hace mejor que nunca, a través de una historia bien sencilla, cuyo tono fabulesco alcanza una relevancia portentosa.
Cine de la sencillez, elogio de la belleza, reivindicación del arte y de sus espacios de representación en el mundo contemporáneo, reflexión acerca de la traición de la belleza superficial y de los poderes de la obsesión, la pequeña pieza cinematográfica se descubre como un artefacto con una capacidad de reflexión asombrosa.
Cine pequeño e íntimo, apenas visible, de una brevedad lúcida, casi insultante, repleto de planos hermosos e impregnados de una relación constante con las artes, que da la oportunidad de respirar el presente a una historia de otro tiempo.