Al comienzo, un recordatorio. De dónde venimos y a dónde vamos. Así empieza la quinta entrega de una saga condenada a vivir siempre con formato abierto, en la eterna búsqueda de una historia verdadera que otorgue sentido a sus escenas aisladas. Un prólogo que sirve para enganchar el final de la película anterior con esta continuación. Y en él, la mejor idea de todo el filme tanto como un golpe de genio: una imagen de Alice, eterna protagonista del relato, bajo el agua y con licencia para matar, que inicia una secuencia contada hacia atrás y que finaliza con el último plano de la cuarta entrega.
El golpe de genio, tan sencillo como efectivo, hace pensar por un momento que algo ha cambiado en el seno de una saga que no se ha caracterizado nunca por el talento creativo. La cámara lenta proyectada a la inversa otorga una textura única a los primeros minutos de la cinta y consigue imprimir una intensa mirada hacia una escena de acción que, de otra manera, resultaría de lo más anodina. Un comienzo así puede generar ciertas esperanzas.
Las mismas esperanzas que se diluyen en cuanto el nuevo filme se abandona a su tránsito por lugares conocidos, con un guión que no es tanto una historia como una excusa para poner en escena variaciones de una misma carnicería. Hay trasfondo, pero no argumento. Sus escenas han sido planificadas en torno a la creación de ambientes diferentes y llamativos en los que situar la épica de la lucha. Resident Evil evidencia su escritura infantil en cuanto desvela que está hecha sin medida, que no hay espacio para el respiro ni momento alguno para el contrapunto. Si violentas las convenciones cada cuatro segundos, estás dejando de violentarlas. La necesidad de impulsar cada secuencia con una sorpresa que detone de nuevo la acción deja entrever muchos defectos. Nada sorprende cuando se abusa de ello sin mesura alguna.
En ese sentido, los excesos de la película y su constante juego con los mismos elementos una y otra vez muestran cómo el filme intenta transgredir lo absurdo para parecer un poco más inteligente. No sólo no le importa renunciar al reconocimiento de una vacuidad preocupante, sino que se vanagloria en todo momento de lo supuestamente inteligente que está siendo. Pero ese juego con el absurdo, como todo en la película, sólo consigue agotar. No son tan graves los errores de coherencia como la imposibilidad manifiesta de escapar de lo ridículo. Los escenarios se suceden de manera continua y débilmente justificada, más cerca siempre del videoclip que del lenguaje cinematográfico. Matar monstruos, ahora en la nieve, ahora bajo la lluvia, aquí bajo luces de neón. Su loable fuerza visual, que funcionaría si se tratase de un anuncio publicitario, tiene esa inmediatez llamativa y la caducidad inmediata de lo televisivo. Ver y olvidar.
Paul W.S. Anderson (por favor, no confundir jamás con Paul Thomas Anderson, pues uno y otro son grandes figuras de la historia del cine por motivos muy diferentes) concibe imágenes, momentos aislados que él considera de incuestionable genio, de arrebatadora creatividad. Balazos que intentan silenciar incoherencias. Ninguna de ellas resulta trascendente en cuanto se advierte que su director es absolutamente incapaz de agruparlas para otorgarles un sentido de conjunto, creyendo que lo importante es haber encontrado esas ocurrencias que rellenan noventa minutos de absurdo metraje.
No tiene mucho sentido hablar aquí del mal gusto, pues el género de la película pide ya de por sí un cierto coqueteo con lo grotesco. Ni que la banda sonora le gane la batalla al resto, pues no era complicado competir con lo anterior. Una vez más, la falta de mesura torna el exceso de lo desagradable en pura ridiculez, y ni los escenarios llamativos, ni las cámaras lentas, ni las coreografías dispuestas para la acción, conseguirán nunca compensar la ausencia de puesta en escena, de sentido narrativo, o de un atisbo de simple lógica que bien hubiesen agradecido aquellos que se amparan en encontrarse con dos horas de puro entretenimiento. La única buena noticia de este esperpento es que ha mantenido ocupado a su director, para que su opus quede controlado en el terreno de lo conocido. Que sirva, al menos, como advertencia. Paul W.S. Anderson vuelve a encargarse de una saga que nunca debió abandonar.