Ciertas películas viven construidas, sea o no de manera consciente, bajo un curioso desequilibrio. En su afán por recrear una época o un contexto temporal concreto, el argumento parece desdibujarse en favor de una perceptible recreación de los lugares y de las apariencias, como si el verdadero relato estuviera en la propia reconstrucción de un período histórico. La fotografía se convierte en protagonista. La música, en la auténtica narradora.
Gilles Bourdos sabe que su historia cuenta los últimos días de un pintor de renombre, pero afronta su película con entrega absoluta por el detalle, como si el filme realmente aspirase no a evocar un momento pasado, sino a reconstruirlo con la esperanza de poder revivirlo a todas luces.
Por eso, no importa que Ping Bin Lee, legendario operador de cámara que participase en buena parte del mejor cine asiático de la pasada década, se adueñe de la narración y convierta cada secuencia en un cuidadoso estudio sobre la luz. Lo que en otro filme supondría algo del todo accesorio aquí se revela elemento protagonista. Sólo así, tal vez, pueda aparecer realmente la mirada misma de un pintor obsesionado con la luz y la perspectiva. Una mirada que trasluce a través de la cámara y que pretende compartir el regocijo ante la infinita belleza del mundo.
Como realizador, Bourdos posee infinita elegancia y una delicadeza evidente, pero esa belleza de la mirada no se traduce en fortalezas narrativas. El realizador se abandona al score de Alexandre Desplat. La música conduce a las imágenes y las hace fluir a través de un ritmo recurrente, a partir del cual se vertebra todo el discurso de la película. Música y luz, por encima de cualquier consideración de puesta en escena. Lo importante no son tanto los acontecimientos como la mirada de aquellos que los protagonizan: el viento entre los árboles, la luz que se filtra entre los pliegues de un vestido o el tacto de los rizos en el pelo de una mujer. Convertir esos delicados instantes en el centro de atención es la mayor virtud de Renoir.
El título del filme de Bourdos no incluye ningún nombre, sólo un simple apellido. Esta pequeña sutileza es, en realidad, un detalle de vital importancia. No estamos ante una película de Auguste Renoir, el gran pintor. El relato ofrece la misma consideración hacia Jean Renoir, hijo del artista y también figura vital para la historia del cine. De modo que no nos enfrentamos a una película biográfica al uso, sino más bien a un retablo en el que confluyen distintas personalidades en un momento muy concreto de sus vidas. La película sólo se preocupa en hacernos ver la realidad tal y como ellos podrían haberla entendido.
Así que el título de la película no hace referencia a las personas sino a la inquietud, que traspasa generaciones, por atrapar la belleza del mundo sea cual sea el medio para conseguirlo. “El sufrimiento pasa, pero la belleza permanece”, dice el pintor. Una frase que queda traducida en imágenes, pues los acontecimientos de la propia película no pueden competir nunca con la belleza de esa recreación de la mirada. Renoir tiene que superar continuamente las fronteras del biopic rancio a través de su buen gusto estético y de una aparente ausencia de ambiciones, porque en cuanto lo “histórico” se superpone a la mirada poética la película se viene abajo, pierde su tierna identidad y reluce en ella la peor cara del serial televisivo.
Y de ahí nace el secreto por el que Renoir consigue superar los pequeños defectos y que sus virtudes reluzcan lo suficiente. En las intenciones de bucear en la historia para encontrar la pasión de unos hombres que se desvivían por retratar la belleza del mundo, Bourdos encuentra también una forma con la que acercarse a esa época. Una manera de enfrentarse a su película. Filmar se transforma en mirada, y la mirada se convierte en la forma de enfrentarse al mundo.