Todo en Regreso a Ítaca es absolutamente correcto. Quizá demasiado. En este retrato desencantado de toda una generación cubana, disfrazado de reencuentro entre amigos, Laurent Cantet mide los tiempos y las palabras de los actores como si se tratase de un sofisticado drama teatral situado en la azotea de un viejo edificio de la Habana. Las confesiones se vuelven tan frecuentes como el vino, y el peso del tiempo se deja notar. Las frustraciones salen a la superficie y los sentimientos bullen en la voz de los personajes.
Cantet se enorgullece de haber resuelto la planificación de su película, escrita junto al novelista Leonardo Padura, del mismo modo que hizo con La clase (2008), seguramente su mejor película. Es decir, filmar con dos cámaras al mismo tiempo para que el rodaje se vuelva más intenso y la posibilidad de captar la interpretación de los actores desde el ángulo adecuado sea mayor.
Se equivoca el realizador al comparar sus dos filmes a través de una decisión práctica de rodaje, cuando lo que convertía a La clase en una película sublime era, precisamente, que ese juego con las cámaras permitía captar los gestos improvisados de los niños, la belleza de todo aquello que no puede planificarse y que de repente aparece delante de la cámara. En Regerso a Ítaca, sin embargo, todo lo que aparece en pantalla ha sido cuidadosamente planeado antes, lo cual genera un tiempo interno preciso e intenso pero también fulmina toda posibilidad de espontaneidad.
A este respecto es posible que tenga mucho que ver, en el resultado final de la película, la presencia del novelista Leonardo Padura en la película de mayor carga literaria de la filmografía de Cantet hasta la fecha. Toda cuestión de importancia en el relato ocurre a través de los diálogos, como si la imagen se limitase solo a ofrecer una dócil muestra del teatro filmado menos interesante posible. En ese sentido Regreso a Ítaca ofrece una imponente exhibición interpretativa, en la que en realidad toda cuestión cinematográfica parece bastante lejana. De modo que no se trata de un filme fallido, sino de un relato que quizá no haya encontrado en el cine su aliado más poderoso. La película del director francés navega entre los dramas personales de sus protagonistas buscando una continuidad donde la tragedia sea cada vez más profunda. El sentido homenaje que Cantet dedica a una ciudad que adora y admira puede palparse en las historias que retrata, aunque las imágenes que encuentra nunca sean tan hondas como las palabras que se escuchan.