“Cuénteme lo peor que le hicieron a su marido”, preguntan a la esposa de Slava Fetisov, el capitán de aquel legendario equipo de hockey en los tiempos de la Unión Soviética. Al entrevistador, y por extensión a la propia película, no parece interesarle otra anécdota que no sea la peor, la más dura y dolorosa. No importa despojarse de toda sutileza, de cualquier atisbo de delicadeza, con tal de que la respuesta genere un impacto emocional que sacuda esta crónica histórica hasta empujarla al terreno del puro espectáculo.
Porque Red Army no se limita a jugar con su abundante material de archivo para reconstruir la historia del mejor equipo de hockey jamás visto, ni a descubrir cómo se filtra en esos testimonios la ausencia de libertades que el régimen soviético impuso en aquella generación de deportistas, reflejo del sometimiento de todo un país. No se trata solo de hablar de la vida a través del deporte, sino de construir también un divertimento, una placentera exhibición de fuegos artificiales.
En este cambiante paisaje audiovisual del presente, el documental ha abandonado progresivamente la sobriedad que se le podía atribuir casi por definición. Ha terminado por adueñarse de elementos que, hasta ahora, parecían pertenecer en exclusiva al mundo de la ficción: un montaje trepidante, una banda sonora épica presente a lo largo de todo el metraje, la búsqueda de una tensión narrativa en unos acontecimientos que en realidad ya conocemos, como si se tratase de un thriller al uso…
Algo así como transformar el registro histórico a partir de los elementos más recurrentes del cine de género. Acercar la historia a un lenguaje frenético y vibrante genera una fluidez en el relato y una electricidad por momentos contagiosa, pero también ayuda a banalizar todo aquello que se cuenta. De repente, la ironía que parece haber tras la cámara se agiganta hasta convertirse en frivolidad: una pequeña hoz y unos subtítulos transforman el coro de niños soviéticos en un ordinario karaoke, o las expresiones de Fetisov aparecen sacadas de contexto para que su rostro aparente una falsa consternación, con una persistencia que invita a pensar en la pura parodia. Hacer caricatura mientras se empequeñecen sus conquistas.
El juego de saltos entre imágenes de archivo y dosis de humor, que desmitifica a las figuras olímpicas legendarias para ofrecer de ellas un retrato más cercano, termina desembocando en una peligrosa decisión: al entrevistar al mejor amigo de Fetisov dentro del equipo, es ineludible preguntar si el régimen le obligó a traicionar a su amigo en el momento crucial de su historia. Un enorme travelling recorre entonces la sala para poder encuadrar el rostro desencajado del hombre en primer plano, que elude la pregunta mientras la cámara escudriña su rostro. De nuevo la impúdica falta de sutileza, la deshonesta búsqueda del golpe de efecto que transforma los hechos en una banal mercancía de entretenimiento, allí donde se difumina el deseo de hacer crítica con la intención de ofrecer un discurso tan ligero como complaciente.
Red Army rescata el valor de una historia inmortal, en la que el relato deportivo es capaz de describir el testimonio de una nación extinta. Sin embargo, ¿es tarea de la crítica preguntarse si el documental resistirá el paso del tiempo tanto como la leyenda de estos jugadores? ¿Basta con hacer crítica desde la experiencia personal de entretenimiento o es necesario preguntarse también sobre la fecha de caducidad de aquello que hemos visto? Ya no importa tanto a quién se critique o por qué motivo, sino qué formas se emplean para hacerlo. Convendría preguntarse, primero, si es lícito denunciar las imposiciones de un régimen totalitario imponiendo, al mismo tiempo, una forma de entenderlo.