Rango (Gore Verbinski, 2011)

En el primer plano de la película, junto a las letras del título, unas lechuzas mariachis comienzan la historia hablando con nosotros: “Siéntense, relájense y disfruten de sus palomitas bajas en calorías mientras les narramos esta aventura.”

Ante una invitación como esa, uno es capaz de distinguir en Rango ciertas certezas desde el mismo momento en que comienza la película. Una primera línea de diálogo que invita a no esperar nada de ella y que justifica su argumento insustancial en base a considerarse a sí misma una película sin pretensiones.

Rango la firma Gore Verbinski, el director que redefinió el género de aventuras con su taquillera trilogía de Piratas del Caribe y que sorprendía con su soberbia e intimista El hombre del tiempo. Querer hacer aquí una película divertida y sin pretensiones es también apostar por la mediocridad en cierto modo, y de una propuesta así sólo puede salir un filme fallido, que es lo que ocurre con esta incursión suya en el cine de animación.

La cinta parece hablar en su comienzo de un mundo animal devastado por el ser humano, flirtea sobre el eterno tema de la identidad personal, y termina por tratar la sequía del desierto como manera de hablar de la crisis económica y señalar a los gigantes económicos como únicos culpables. La vulgaridad de su propuesta recae en que el argumento sea una simple sucesión de anécdotas, sin vínculo aparente y muchas veces sin sentido alguno.

Además basa continuamente su humor en ridiculizar el físico de los animales (la ropa de Rango, las propias lechuzas vestidas de mariachis) como única propuesta para la diversión. Si alguien no está harto ya del personaje de Jack Sparrow que Johnny Depp ha explotado hasta la saciedad puede que el protagonista de Rango no le resulte del todo cansino.

Lo que llama la atención aquí, como era de esperar, es su espectacular nivel de detalle de los personajes, de sus texturas, sus pieles, sus gestos, tanto que algunos secundarios tienen mucho más carisma que el propio protagonista. Brío visual, excelente planificación, grandiosos planos. La película contiene en su parte final una secuencia de acción deslumbrante pero, al igual que cuando aparece la serpiente, el mejor personaje de la trama, ya es demasiado tarde para enderezar el rumbo.

Un marcado tono infantil como lenguaje argumental y como justificación de sus obviedades, y una estética totalmente siniestra como tratamiento visual. ¿Puede haber mayor error, mayor contradicción en el producto? La película se escuda en su condición de película infantil y que su argumento endeble sea de alguna manera excusable, pero luego no se pone límites a la hora de diseñar personajes siniestros o que la oscuridad y el temor sean protagonistas como en cualquier película adulta.

¿Es éste el Verbinski que creía en el poder de la ficción como motor para reflexionar sobre nuestro entorno? Se trata de un western sólo en apariencia, sólo en su decorado, en su contexto, pero nunca en sus elementos, en los recursos propios del género, por mucho que el espíritu del oeste sea una evidente caricatura de Clint Eastwood en los filmes de Sergio Leone. Ni la caricatura ni la referencia fácil son suficientes.

Después de constatar que muchos grandes cineastas están firmando sus últimas aproximaciones al cine en forma de largometraje de animación, este Rango de Verbinski vuelve a ofrecer una sugerente reflexión.

El cine que imaginaba John Ford ya no es posible. Seguir la estela de los clásicos se ha convertido en un muro infranqueable. Algunos han creído que la animación sea un paso evolutivo lógico para huir de esos fantasmas, cuando en realidad el mundo animado no sólo lo continúa evocando sino que además se nutre de ese cine pretérito para poder construirse. No ya del western, sino también de los referentes del cine moderno (ese Apocalypse Now de Coppola al que se parodia en la inefable secuencia de acción).

“Ya no hay sitio para el mito, ahora somos civilizados”, dice el villano de Rango en una de sus últimas secuencias. Ojalá el cine pueda volver alguna vez a territorio salvaje, como todo arte, para poder encontrarse de nuevo a sí mismo.