Para adaptar la novela de los hermanos Strugatskiy, en torno a un planeta donde los humanos aún permanecen anclados en la Edad Media, el realizador Aleksey German decidió plantear las cosas a partir de una experiencia sensorial. Ver y sentir la Edad Media, en lugar de explicarla. De ese modo, los viajeros que aterrizan en el planeta se dedican a atravesar el poblado, convertido en dioses improvisados, y la película los abandona al contacto con lo que han encontrado.
La dimensión es épica: escenarios realistas, largos planos que persiguen a los actores, un denso blanco y negro que se funde con la extrañeza del relato, y una visceralidad que no teme poner en pantalla las prácticas más desagradables de la época en toda su crudeza. La película no funciona por desarrollo argumental, sino por acumulación de elementos en escena. Las situaciones parecen repetirse pero el número de personas ha aumentado. El plano es cada vez más largo, más virtuoso. El filme va perdiendo su propia medida hasta que la presencia de vísceras y heces en la pantalla han dejado de ser algo grotesco para abrazar una molesta normalidad.
En cierta manera, se trata de la misma situación, la misma pulsión animal que se repite de manera impasible (bajo infinitas variaciones) como si, a través de esas repeticiones, pudiese representarse el espíritu de una época pasada. Un espíritu en el que el sinsentido campa a sus anchas hasta que la película revela esa fascinante condición que la convierte en un fresco abstracto. Ya no importan las acciones de los personajes, ni lo que sucede en la pantalla en un sentido literal, sino las texturas que forman los elementos de la imagen, su belleza puramente plástica.
Para alcanzar la experiencia que propone German, es necesario pasar por un espinoso camino de visionado en el que las recompensas pueden verse frustradas. Sus planteamientos formales y su descarnada descripción de la era medieval son tan extremas que es tan fácil verse sobrecogido por las imágenes como encontrarse totalmente fuera de ellas. Tal vez sea esa duración apoteósica lo que convierta la experiencia, finalmente, en una prueba de resistencia, alejándola tal vez de sus ambiciones artísticas. Resulta curioso que, tras el fallecimiento de su director, fuese su familia quien terminase el montaje de Qué difícil es ser un dios, como si el propio German hubiese entregado al mundo lo que había filmado antes de tiempo. Algo así ocurre con la propia película cuando nos acercamos a ella: una difícil y agotadora experiencia que se queda a vivir con nosotros. El ejercicio estético se termina transformando en una manifestación de lo físico.