La característica más celebrada del primer cine de Ridley Scott era la de un poder visual capaz de transferir ideas nítidas y sugerentes en cuestión de segundos. Un plano suyo sobre uno de sus personajes ofrecía más información sobre ellos que películas enteras. Ver una sola de sus composiciones de plano ya bastaba para comprender al personaje, para intuir sus necesidades dramáticas o incluso para intentar comprenderlo del todo.
Con el paso del tiempo, las películas del director han aumentado progresivamente el tamaño de sus escenarios mientras él ha ido confiando cada vez menos en sus propias capacidades, o al menos parece haberlas abandonado, perdiendo aquella cualidad que lo convertía en un cineasta único. Scott se ha ido transformando en un creador, en una mente generadora de proyectos sugerentes, pero se ha despojado de la impronta visual de sus primeras películas que lo convertían en un auténtico narrador. Si bien en aquellos primeros filmes era imposible no reconocer la mano del autor en cualquier fotograma, su cine realizado en la última década casi podría pertenecer a cualquier otra superproducción de Hollywood de no ser por pequeños matices.
Al llegar a Prometheus, poco queda del cineasta que nos impresionó con Los Duelistas (1977), con el primer Alien (1979) o con Blade Runner (1982), y la vacuidad artística se tapa con proyectos titánicos de buenos resultados en taquilla. Desde Gladiator (2000), el primero de sus éxitos con una factura completamente industrial y con gran parte del equipo artístico que aún mantiene, es más importante fijarse en el trabajo de sus colaboradores que en su propia labor tras la cámara, en tanto que Scott ha terminado supeditado a ellos y no al revés.
Es más importante reconocer la labor de montaje de Pietro Scalia, el diseño de vestuario, la interpretación de algunos autores o la prodigiosa labor de iluminación de Dariusz Wolski que en la riqueza de cualquier plano que aparezca a lo largo de la película. Pero lo más importante es la colaboración aquí de Damon Lindelof como guionista, el hecho que ayuda a entender por qué Prometheus no es un filme que ofrezca explicaciones sobre la saga Alien, sino que sólo genere más preguntas. Lindelof colaboró, con la escritura del guión de la serie Lost, en la creación del entretenimiento audiovisual de su tiempo: la vuelta al sucedáneo fílmico episódico, basado en la explicación constante y en tramas absolutamente narrativas pero con un argumento no cerrado, que podía dar lugar a la charla posterior y a la especulación intrascendente, y a partir de ahí hacer al cine poseedor de esas mismas carencias. Prometheus responde a ese discutible modelo.
Es por ello por lo que la película de Ridley Scott funciona mejor como filme independiente, enteramente disfrutable y desvinculado de su ambiciosa campaña de marketing, que como filme fundacional. De hecho, los admiradores del universo de Alien bien podrían quedar defraudados con algunas resoluciones que se toman aquí, y que chocan con las que se habían dado por supuestas a lo largo de tres décadas. En ese sentido, la película parece concebida más para generar sorpresas que para alcanzar un significado coherente. El aparente puñetazo divino en la mesa de Scott ante la franquicia que se convierte en pataleta infantil: “yo creo, yo destruyo”. Su guión plantea que cada encuentro con el escenario del primer Alien no ayude a resolver una de sus cuestiones, sino a convertir cada una de ellas en una docena de nuevas preguntas. El debate posterior es necesario, como también lo es debatir si es este el modelo correcto de creación artística, pues no se trata de generar expectación como en el buen cine tradicional, sino de la eterna espera en base a la explicación definitiva. A eso no se le llama expectación, sino teoría del consumo.
Por eso funciona mejor como filme de ciencia-ficción independiente a la saga a la que pretende vincularse, pues sus gestos explicativos son torpes y aparecen como auténticos pastiches de una trama que bien poco tiene que ver con aquella. En su interior descansa una película sólida de aventuras que habla de los peligros y los misterios del origen del hombre en clave de ficción. Algunos personajes encarnan la manera de enfrentarse al misterio a través de diferentes ópticas. La mujer que no puede concebir hijos desea conocer el origen de la vida por encima de todo, el androide que nunca podrá ser humano quiere conocer también el secreto, otros sueñan con apoderarse de sus poderes, y otros simplemente huir de él. Incluso con un montaje atropellado que elimina la coherencia de algunas acciones, los personajes tienen fuerza, están bien interpretados y actúan en consecuencia con un guión que les impulsa a un sentimiento autodestructivo.
El diseño de lo visual resulta apabullante, desde los artilugios mecánicos y los trajes espaciales hasta la concepción del planeta alienígena. Y Scott sabe fundir esos elementos para construir una experiencia visual que resulta muy difícil de alcanzar en el cine presente, apoyado por un Dariusz Wolski que se encuentra con los escenarios que lo han encumbrado como uno de los mejores fotógrafos del cine contemporáneo: espacios abiertos, grandes paisajes, e iluminación nocturna en la más absoluta oscuridad. Prometheus le debe mucho a su impronta visual y muy poco a su frágil argumento. La plasticidad de lo que se vislumbra en la pantalla es el mayor de sus alicientes y el más grande de sus triunfos.
Es curioso que sea la película de mayor presupuesto con el que ha contado cualquier película relacionada con la saga la que termine siendo la más ingenua de todas ellas. Puro entretenimiento. Ninguno de sus coqueteos con la ciencia, con la filosofía o con el misterio tiene fuerza alguna, y sus planteamientos son de una caducidad alarmante. Pero no es, ni por asomo, lo más grave de Prometheus.
Alien comenzaba con largos travellings alrededor de una nave vacía, y culminaba su perfección cinematográfica a través de unos últimos veinte minutos sin diálogo alguno. El triunfo de lo visual en su pureza más absoluta. Prometheus empieza de la misma manera pero un androide interrumpe el silencio paseándose por la nave. Los últimos veinte minutos están llenos de diálogo, de explicaciones y de promesas futuras. El silencio ha dado paso al ruido, la madurez narrativa ha dado paso a la adolescencia creativa. Y esa inmadurez puede verse ya desde el comienzo. En su soledad como tripulante artificial, el androide se sienta mientras contempla Lawrence de Arabia (David Lean, 1962) en una gran pantalla. Grandes películas en la historia del cine invitan a otros clásicos a convivir dentro de ellas a través de estos guiños, sin que ninguna de ellas pierda su identidad. Aquí, sin embargo, la comparación resulta determinante. En su intento de parecerse a una gran epopeya, Prometheus evidencia lo pequeña que es en comparación con aquella, lo minúscula, lo intrascendente, lo pasajera que resulta. El anuncio de una segunda parte no hace más que refrendar lo visionado: Prometheus 2 no será una continuación, sino un remiendo. La eterna expectativa ha mutado hasta convertirse en consumo perpetuo de un material vacío. Es el mal de nuestro tiempo que aún nos empeñamos en mantener vivo.