Todo el cine de Robert Rodríguez es, en el más estricto sentido de la palabra, de Robert Rodríguez. Él escribe el guión, edita, dirige, fotografía e incluso musicaliza sus estrafalarias películas.
Heredero de la Serie B más grotesca, el director mexicano encuentra por fin, Sin Citys aparte, un proyecto a la medida de su loco y apasionado universo gore, baratucho y pasado de vueltas, y le ofrece la oportunidad de homenajear a las películas de bajo presupuesto que vio en su juventud (el tratado artificial del negativo haciéndolo parecer avejentado y la simulación del extravío de uno de los rollos de película ayudan al espectador a entrar en ese maravilloso juego).
Planet Terror le brinda también la oportunidad de mostrar un cine con un espíritu totalmente liberado de presiones formales y se muestra en su pureza más absoluta, un cine hecho para entretener y un festín de sangre y vísceras que es capaz de reírse de sí mismo y de no traicionarse en ningún momento.
Y precisamente ahí brilla Rodríguez, cuando no se le exige nada y nos hace percibir su enorme deseo de invitarnos a disfrutar con él a un puro entretenimiento, que a pesar de su planicie narrativa y de su nula credibilidad logra sacar sonrisas, asquearnos, sacudirnos y divertirnos incluso dentro de ese paradigma convencional del cine de zombies por su envidiable ritmo, y eso está al alcance de muy pocos cineastas.
Rose McGowan, por increíble que parezca, sale airosa en su co-protagonismo, y su personaje con una metralleta ortopédica promete colarse entre los iconos de la cultura pop tal como en su día hicieran Pulp Fiction o Kill Bill, aunque su calado real aún sea difícil de aventurar.
El resto de actores y personajes, ayudados por un guión socarrón que se ríe de todos los clichés del género regalando frases ridículas y diálogos imposibles pero que en el fondo parece tratarlo con cariño e infantil admiración, brillan en sus momentos de despropósito particular.
El enorme acierto de Planet Terror es que, a pesar de no perseguir ningún reconocimiento cinematográfico ni exigirse nada en ese aspecto, sí busca con ansia el entretenimiento a través del derroche del espectáculo en su más pura esencia, y uno se entrega con facilidad al desborde de carcajadas que producen sus escatologías varias, sus resoluciones imposibles y su amor bruto y poco delicado a una manera artesanal y poco refinada de hacer cine.
Y en el fondo es cine con mayúsculas, pues éste nace de la propia pasión puesta al proyecto, de las ganas de divertir y de la intención de divertirse haciéndose.
Con escenas y personajes memorables dentro de su irrisoria y banal pequeñez, queda para el recuerdo esa muleta imposible en forma de m-16 que dispara a todo lo que se mueve.