Pina (Wim Wenders, 2011)

No es la primera vez que el cine celebra la figura de Pina Bausch como expresión referencial de lo artístico y como creadora afín al lenguaje cinematográfico. Almodóvar ya la había homenajeado cuando descubrió su Cafe Müller y vertebró sobre ella su obra maestra Hable con ella (2001), filmando con pasión a la propia coreógrafa y trasladando la experiencia de la danza de manera inspiradora a través de la cámara, consciente de que filmar música en movimiento ha sido una de las mayores conquistas del séptimo arte.

Para Pina, la danza era entendida como aliento artístico puro y absoluto, como sublimación de la expresión corporal y no como simple ejercicio de sincronía entre la música que suena y los gestos acompasados de los cuerpos que flotan sobre el escenario. Este concepto encaja perfectamente con las películas de Wim Wenders, construidas en torno a la acumulación de ideas que aparecen y se diluyen continuamente en un cine con una gran capacidad sugestiva pero con evidente falta de profundidad.

Curioso que un confeso amante de Akira Kurosawa, esteta por excelencia, renuncie a lo lineal y a la simetría en cada plano filmado y se abandone a una suerte de estilo improvisado, a un aparente ensayo y error que casa también con esa propuesta del centenar de ideas manejadas que nunca llegan a cristalizar, haciendo que su controvertido cine haya tenido siempre más cosas a discutir que a celebrar.

Con lo que juega el director esta vez es con el fallecimiento de la coreógrafa y con el sentido canto de despedida que entona cada uno de los colaboradores de su compañía, al mismo tiempo alumnos, compañeros y admiradores. Sus testimonios, de una sola frase, vienen enlazados por una secuencia de danza en la que son protagonistas. ¿Demasiado breves? Quizás la idea haya sido apuntar el testimonio de la misma forma escueta con que Pina alentaba a su compañía: una frase que inspiraba durante el resto del día. Es otra de las excusas para no profundizar en un retrato de la artista, sino en sugerir la pasión por su trabajo a través de la construcción de un mito, no de la persona.

Hermosas secuencias de baile, focalizadas también como breves insertos en los que no hay tiempo para un desarrollo consistente, pero dejar con libertad esos minutos para que la danza cobre su definitiva forma plástica a través del cine es uno de los mayores placeres del documental, que se sigue con la extrañeza de no saber nunca hacia dónde quiere caminar. Su celebrado uso de las tres dimensiones es peligroso, pues lo que se celebra en realidad es la utilización de un elemento de moda propio del cine de masas para un espectáculo supuestamente rebosante de cultura que acaba causando las mismas sensaciones visuales que el cine más popular.

Conviene diferenciar la obra de Pina Bausch del propio producto cinematográfico para valorar realmente la propuesta, pues tampoco filmar a la Mona Lisa crearía por sí misma una obra de arte cinematográfica, ¿o acaso sí lo haría? Un tren que pasa al fondo de la imagen, el juego con el agua que forma parte de la danza, los escenarios naturales escogidos con mimo para provocar un contraste marcado, ¿no son los mismos elementos efectistas con los que se ha castigado la llegada del 3D a las salas comerciales? Utilizados en Pina, sin embargo, parecen cobrar un nuevo significado, como si fueran justificables aquí en tanto que ayudan a revitalizar un género que atrae a poco público al cine y cuya cualidad de truco pirotécnico vuelve a colocarle en el candelero del espectáculo elevado.

La sensación que puede quedar con Pina es la de un sobresaliente festival artístico, y como espacio para jugar con libertades artísticas en el marco del cine resulta una oportunidad por momentos apasionante. Sin embargo sus aristas son reseñables. Wim Wenders practica una estética de aparente entrega, de profundidad y sacrificio, de “camino en el barro”, cuando en el fondo huye de toda dimensión discursiva o psicológica. Si Pina desea ser una obra absolutamente abstracta, un canto a la belleza del arte, debería prescindir también de sus sentidos diálogos, pero prescinde sólo de aquello que le interesa para no verse comprometida. Versiones de piezas musicales célebres atropelladas para que se ajusten a lo filmado, como ese cuarto movimiento de la Patética de Tchaikovsky interpretado a todo trapo que destruye su sentido, o el ya mencionado uso de las tres dimensiones, son suficientes argucias para señalar que no todo en el documental es exquisito e indiscutible.

En su acertado uso del efectismo y su juego con las emociones primarias del espectador, Pina no está tan lejos como parece de Avatar (James Cameron, 2009), otro espectáculo en 3D al que se acusa de ser una experiencia palomitera diametralmente opuesta al documental de Wim Wenders. La cultura de los extremos. Ni una es tan brillante, ni la otra es irracionalmente detestable. Una vez desprovista de sus efectismos, Pina se revela como pirueta arriesgada que se salda con un paso adelante en la búsqueda de nuevas expresiones artísticas. Y eso debe ser siempre un triunfo.