Philomena podría ser la respuesta a cómo se transforma un telefilme cuando participan en él unos actores que insuflan credibilidad a sus personajes, les dotan de relieve y trascienden los débiles argumentos a los que se enfrentan. No existen trampas emocionales, sino intérpretes que arrastran a una respuesta emocional a partir de la representación de su papel.
Steve Coogan parece haber producido la película con objeto de proporcionarse a sí mismo un papel interesante, alejado de los clichés hacia los que se le ha ido encasillando con el paso de los años. El guión, adaptado por él mismo y por Jeff Pope, aborda la historia de una mujer obligada a dar a su hijo en adopción durante su juventud y a una búsqueda posterior que se alarga durante cincuenta años.
El relato no sólo está tratado con una carencia de personalidad acuciante, sino que su complaciente estructura genera un peligroso acercamiento al terreno de lo condescendiente y lo trivial, por mucho que el relato quiera vestirse de sofisticado y ampararse en la variedad de temas que intenta agitar con cierta sutileza. Porque lo que parece aquí apuntado como sutil es, en realidad, una cierta incapacidad de lo literario para poner énfasis sobre sus temas que lo termina transformando todo en algo trivial.
En ese sentido Stephen Frears no cuenta con demasiados espacios para poner su impronta visual a la hora de traducir aquella historia en palabras. En Philomena, quizás conducidos por la producción y la escritura de Coogan, lo escrito funciona a modo de trazado sobre el que circular y no admitir ningún tipo de subrayado a partir de la imagen. De ahí que las virtudes de la película no puedan despegar del todo, en tanto que las bondades de las interpretaciones de Judi Dench y el propio Coogan parten de lo puramente visual, pero pareciera que a nada que no sea el texto se le permite sobresalir: todo cuanto ocurre pasa por el filtro de lo literario y desemboca en la imagen, sorteando las posibilidades de lo visual como principal medio expresivo.
Alexandre Desplat sí que encuentra espacios aquí para desarrollar uno de sus trabajos más agradecidos. Combinando el espíritu irlandés a partir de una cuidada instrumentación y conduciendo la narración sin perder en ningún momento su identidad personal como músico, el trabajo de Desplat es tan brillante y preciso como emotivos son sus resultados en la pantalla.
Cuando la búsqueda del hijo perdido lleva a los protagonistas hasta los Estados Unidos, las intenciones del relato de Philomena parecen revelarse de una manera más desnuda: la mujer que nunca ha salido de su lugar de origen descubre el mundo por vez primera y la sencillez de su mirada la empuja a fascinarse con cada cosa que encuentra y que le resulta ajena. A pesar del tono épico de su relato, a pesar de las cualidades heroicas que la película exige de unos personajes del todo mundanos, Philomena nunca olvida que lo más importante de todo siguen siendo las personas.